El Presidente del Gobierno de la Nación se ha entrevistado con el Presidente de una parte de la Nación insurrecto contra la Nación y lo ha hecho en la guarida de la rebelión aceptando discutir en terreno enemigo los términos imposibles de la liquidación de la Nación que preside. Todo el montaje ha tenido un aire irreal, a medio camino entre la farsa y la tragedia, una ocasión pretendidamente solemne a cargo de personajillos de tercera que fingen ser figuras relevantes mientras exhiben sin recato su insignificancia política, intelectual y moral. La guardia de honor de un ejército de pacotilla, la alfombra roja, la revista a la formación de uniformados entregados a la comisión de delitos, dos banderas desiguales por su significación institucional y su peso simbólico desplegadas en pie de igualdad, la escenografía de visita de Estado a un país extranjero, una humillación tras otra a una de las Naciones que han configurado el mundo tal como lo conocemos, mansamente aceptadas por aquel que debería preservar su dignidad y sádicamente infligidas por el que es hoy un usurpador del cargo que ostenta en virtud de decisión del órgano judicial competente. No se puede dar mayor cúmulo de disparates, de bajezas, de inconsistencias, de ridiculeces y de transformación del ejercicio de la función pública en una grotesca mascarada.
Una idea sombría de España
Este espectáculo bochornoso no ha sido un accidente súbito de reciente fabricación, ha sido la eclosión penúltima de un proceso de degradación que se ha venido gestando durante décadas desde la misma Transición. A su vez, los graves errores conceptuales y estratégicos cometidos en 1978, de cuyos polvos proceden los presentes lodos, son el eco de una idea pesimista, hipercrítica y sombría de España que nació en los días aciagos del Desastre de 1898 y que ha ido reptando en la obra de nuestros pensadores, en la actuación de nuestros gobernantes y en la conciencia de la ciudadanía a lo largo de un centenar largo de años hasta desembocar en el oprobio de la plaza de Sant Jaume que hemos tenido que soportar oscilando entre la incredulidad y la indignación impotente.
Extraña manía la de los españoles de segar la hierba bajo nuestros pies, de infravalorar todo lo que es grande y admirable en nuestro pasado para recrearnos en lo que fue erróneo y reprobable. Si se compara la historiografía francesa o británica, por poner dos ejemplos notorios, con la española, llama la atención la capacidad de otros antiguos imperios para realzar los elementos de mayor brillo y prestigio de su trayectoria pretérita comparada con el enfoque masoquista y melancólico de nuestra visión de nuestro propio país. El abandono suicida de la educación en manos de nuestro peor enemigo interno, los separatismos supremacistas catalán y vasco, que han dedicado un ingente esfuerzo a falsear la historia de España hasta conseguir que tres generaciones ya de jóvenes de esas Comunidades se hayan formado en el odio a la matriz común, es un ejemplo palpable de esta pulsión perversamente autodestructiva. Empezando por los regeneracionistas, pasando por los ensayistas de 1914, continuando con los poetas del 27, reiterándose en los prohombres de la Segunda República y del exilio republicano posterior a la Guerra Civil y aceptándose por los protagonistas del paso de la dictadura a la democracia hace medio siglo, nos hemos movido sumergidos en esa paralizante mala conciencia, en esa autoexigencia mortificante que presta alas recurrentemente a las fuerzas que pugnan por acabar con nuestra existencia como realidad histórica, política, cultural y humana y que debilita sistemáticamente las energías saludables que albergamos y que nos permitirían trazar nuestro destino con confianza, seguridad y autoestima.
Azaña remataba: “Una verdad arrasa el alma: empujada por la barbarie, España rueda otra vez al abismo de su miseria”
Cuando Giner de los Ríos hablaba de un pueblo español “amputado de la historia hace más de tres siglos”, Ortega abundaba después en esta idea enfermiza preguntando “¿Cómo ha de ser lícito con frívolo gesto desentendernos de esta secular pesadumbre?” y Azaña remataba “Una verdad arrasa el alma: empujada por la barbarie, España rueda otra vez al abismo de su miseria”, ponían los fundamentos de las concesiones pusilánimes en la Constitución de 1978 a esa doctrina perversa que pone la identidad por encima de la libertad y la igualdad y que nos está disolviendo.
En 1812 y ante los reunidos en Cádiz para alumbrar una nueva era de esperanza y modernidad, Argüelles blandió un ejemplar de la mítica Ley Fundamental que acababan de aprobar y pronunció las hermosas palabras “Españoles, ya tenéis patria”. Poco podía imaginar el ilustre prócer asturiano que llegaría un día de oprobio en el que un joven sin otra motivación que el poder o el dinero al servicio de un aventurero sin escrúpulos doblaría servilmente su cerviz apátrida ante un energúmeno dedicado a arrasar con todo lo que él creyó y construyó arrastrando por los suelos a esa España multisecular fatalmente condenada a caer repetidamente en las manos de los peores de sus hijos.