Carretero, mi padre, nació en el segundo año de la República. Vivió el encarcelamiento del abuelo Luis, la miseria, el hambre, el miedo, la huida, la dictadura que no se acababa nunca, la Transición, Arias, Adolfo, Leopoldo, Felipe, Josemari, Joseluís, Mariano y ahora Pedro, todo seguido. Cuando era niño jugaba con un goite. Ahora se maneja estupendamente en Facebook. Tiene edad y reflexión suficiente como para darse cuenta de que esto que nos sigue pasando ahora mismo no es, desde hace muchísimo tiempo, una historia de buenos y malos. Busca la manera de que esta locura de cuatro o cinco generaciones (algo inaudito: nada en la historia de España había durado tanto) acabe de una vez. Y escribe una ficción en la que se pone en la piel de un franquista católico de ahora mismo. Esto es lo que le hace decir:
“Como creyente, todos los humanos somos hijos de Dios y por lo tanto hermanos. Pero no concibo que Dios solo considere humanos y hermanos a los que son católicos: su reino es más vasto.
Los franquistas no nos llevamos bien con nuestros hermanos que profesan otras creencias o ideologías. Con eso hay que terminar. Y debemos empezar por nosotros, los buenos, porque si nos comportamos como los malos, nosotros somos peores.
Las consecuencias de la guerra civil, padecida por todos, no nos unen: nos siguen distanciando a unos hermanos de otros. Dios, nuestro padre, no puede estar contento.
Ya no sirve de nada hacer balance, otra vez, de las acciones cometidas por unos o por otros, sino de hacer todo lo posible para establecer la concordia entre los españoles. Esa es la única manera de hacer un país próspero. Por nuestra parte, los que seguimos siendo fieles a Franco debemos considerar la posibilidad de que nos estemos engañando; y, con la debida humildad, deberíamos llamar a las cosas por su nombre, porque en el lenguaje están las peores trampas. Debemos meditar si la decisión de rebelarnos contra la legalidad, origen y causa de una guerra cruel que dejó más de un millón de muertos (hermanos nuestros, no lo olvidemos), fue la única que se podía tomar. Y si no fuese así, si hubiera sido posible otra solución al caótico clima que existía entonces en España, nosotros, los que ganamos, debemos mostrar arrepentimiento. No perdemos nada por mostrar arrepentimiento si ello nos lleva a la indispensable concordia”.
No hay ningún país en el mundo en el que se guarde un rencor tan viejo. Ni Alemania, ni Japón, ni Rusia, ni siquiera Camboya, donde hubo millones de muertos
Mi amiga Arantxa me habla de su abuelo, Antonio Mijares. Un franquista convencido. Militar. Capitán. Él y otros compañeros suyos hicieron un curso rápido (me enseña la foto de todos) para ascender a teniente coronel. Se batieron como fieras, igual que todos. Y Arantxa, que jamás ha sido de derechas, me dice: “Yo respeto profundamente a mi abuelo, porque luchó por aquello en lo que creía. Y cuando todo acabó, él y sus compañeros de la foto, que eran todos franquistas, renunciaron a su parte del pastel. Se les conoce como ‘los que no pasaron factura’. Les ofrecieron de todo: estancos, prebendas, corruptelas de todo género, porque el país era suyo y podían hacer lo que les diese la gana.
A mi abuelo le brindaron gestionar la distribución de gas en toda España, imagínate, hoy seríamos multimillonarios. Y dijo que no. Todos estos que ves dijeron que no. Dijeron que habían combatido por sus ideas, no por hacer fortuna. Y se fueron a su casa. Mi abuelo pensaba de una manera muy distinta a la mía, pero era una persona noble. Cuando todos aprendamos a reconocer que hubo personas nobles y honradas en los dos bandos, este asco de clima en que vivimos empezará a desaparecer. Pero cuándo será eso. Yo no lo sé. Ahora mismo seguimos atrapados por los que no hacen más que chillar que aquello fue una historia de buenos y malos, unos completamente buenos y otros completamente malos. Lo mismo se decía cuando yo era niña, pero cambiando a los buenos y a los malos de sitio. Y eso es mentira, eso no se puede hacer. Eso nos tiene bloqueados a todos”.
Don Ángel, mi viejo profesor de la facultad de Historia, me dice: “Soy de izquierdas y he escrito mucho sobre aquello. Pero ya no lo hago porque no sirve para nada. A la gente no le interesa lo que ocurrió de verdad, solo les interesa lo que ellos quieren creer, no leen ni escuchan nada más. Se cometieron atrocidades espantosas en los dos bandos, eso no lo puede negar nadie porque España se volvió loca, se revolvió contra sí misma con un rencor acumulado durante bastante más de cien años. No hay ningún país en el mundo en el que se guarde un rencor tan viejo. Ninguno. Ni Alemania, ni Japón, ni Rusia, ni siquiera Camboya, donde hubo millones de muertos. ¿Cómo se para este disparate? Pues yo creo que se para con tierra.
Que saquen a Franco de ese sitio espantoso y que lo entierre su familia donde le dé la gana. Que se abran las fosas y las cunetas y que los nietos entierren a sus abuelos o bisabuelos donde les dé la gana también. Que la derecha de hoy deje de sentirse heredera o albacea de los vencedores y que la izquierda de hoy deje de hacer lo mismo con los perdedores: ha pasado casi un siglo. Así se podrá cerrar esta podredumbre moral, porque es increíble el poder que tienen los huesos de los muertos: es como si los llevásemos todos colgando del cuello, de generación en generación. Y así no puede vivir ningún país. España tuvo cuatro guerras civiles en el siglo XIX y las superó todas. Pero con esta no puede porque los muertos están muertos, pero sus huesos siguen vivos. Y lo más importante no es tener razón, no es ser el bueno de la novela: lo más importante es lograr la concordia de una p… vez, porque sería imperdonable que hubiese una quinta generación de españoles que heredase odios que no son suyos. Como si toda España fuese Puerto Hurraco, donde un par de locos mataron a un montón de gente para lavar con sangre agravios que ni siquiera ellos recordaban ya. Que esto acabe de una vez. ¡Que esto acabe de una vez! ¡Que tenemos que seguir viviendo!”