El discurso del Rey Felipe VI en el Congreso con motivo de la solemne celebración del cuadragésimo aniversario de la vigente Constitución fue, como todos los suyos, impecable. Cada una de sus afirmaciones, de sus evocaciones, de sus reconocimientos, de sus imágenes y de sus llamamientos tuvo el exactamente medido equilibrio que se espera de un árbitro y moderador por encima de la confrontación partidista y se sitúo en esa altura inmarcesible a la que no llegan los crudos vaivenes de los avatares contingentes. Su prosa elegante, tersa y sintácticamente eurítmica se fue desgranando sobre su atento y respetuoso auditorio con la enérgica suavidad de la ortodoxia consagrada por la evidencia de la Historia. Hasta la turba podemita, estéticamente desubicada en su deliberado y pueril desaliño, se mantuvo en actitud respetuosa, limitando su fervor revolucionario y republicano a una impotente inmovilidad durante las ovaciones de los diputados y senadores al Soberano ejerciente, al Emérito y a los pasajes más hondos y rotundos de las intervenciones del Monarca y de la Presidenta de las Cortes.
…Estamos muy lejos del consenso sobre temas esenciales indispensable para emprender con éxito una modificación de nuestra arquitectura constitucional
La ceremonia, dentro de su belleza formal y de su sobria y sólida institucionalidad, desprendía, sin embargo, un trasfondo de melancólica amargura. Si bien es cierto, como reiteraron los protagonistas del acontecimiento en sus excelentes alocuciones que, gracias al orden constitucional que cumple ahora cuatro décadas de existencia, los españoles hemos disfrutado de un dilatado período de paz civil, de prestigio internacional, de crecimiento económico y de desarrollo social notorios, también lo es que cunde la sensación de que hemos iniciado un fin de ciclo. El golpe de Estado prácticamente impune de los separatistas catalanes, que rigen imbuidos de sus desatinos una de las comunidades más pobladas y ricas de la Nación en la que la ley ha dejado de hecho de operar e impera la rebelión y la violencia, los embates contra el sistema democrático y contra la Corona por parte de una extrema izquierda montaraz, colectivista, insurreccional y totalitaria, y un Gobierno socialista desnortado que ocupa La Moncloa con el apoyo infamante de los que pugnan por hacer trizas España y liquidar nuestros derechos y libertades, dibujan un cuadro de tintes sombríos que convierten esta supuestamente gloriosa efeméride en un posible funeral.
El Rey orilló, como era de esperar, salvo en algunos mensajes subliminales, todos los aspectos de nuestra situación actual que conducen a la inquietud y a la desesperanza. Tampoco mencionó las dos grandes lacras nacidas al cobijo de la Carta Magna de 1978 y que gravitan con su aplastante peso sobre nuestra sociedad: la partitocracia corrupta y la política y financieramente insostenible estructura territorial del país. La gran pregunta es si estas terribles deficiencias, que han alimentado sin duda la alarmante desafección hacia las elites, la aparición de utopismos agresivos, el auge del secesionismo y la creciente fragilidad del sistema de protección social que padecemos, derivan de deficiencias insalvables y originarias de nuestra conmemorada Norma Suprema o han surgido por la venalidad, la incompetencia, la falta de patriotismo, la cobardía y el oportunismo de los máximos responsables de los dos grandes partidos nacionales desde su aprobación en referéndum por una amplísima mayoría de ciudadanos. Si la respuesta correcta fuera la primera, el reciente festejo sería una muestra escandalosa de hipocresía; si fuera la segunda, el juicio de las futuras generaciones sobre los sucesivos jefes de filas del PP y del PSOE durante la etapa histórica que comenzó un ya lejano seis de Diciembre, no será precisamente benévolo.
El transcurso de los años ha ido abriendo grietas anchas y abismales que han conducido a posiciones irreconciliables sobre la forma de Estado
Dejando de momento para mejor ocasión la aclaración de este dilema, es innegable que, transcurrido un tiempo lo suficientemente largo como para que nuestra vida colectiva, nuestras costumbres, nuestras referencias éticas y nuestro entorno tecnológico hayan experimentado transformaciones sustanciales, no resulta en absoluto descabellado pensar en una reforma de la Constitución para actualizarla y para que sea un marco más adecuado de organización de nuestra convivencia en el siglo XXI. Por desgracia, el transcurso de los años, en vez de asentar en las fuerzas parlamentarias y en la opinión pública los principios y valores básicos que fundamentan nuestra Ley de leyes, ha ido abriendo grietas anchas y abismales que separan ahora posiciones irreconciliables sobre la forma de Estado, sobre el modelo económico y social, sobre la unidad nacional y sobre el concepto mismo de España. Se abre así de nuevo el interrogante de si la razón de esta divergencia tectónica entre bloques ideológicos e identitarios es consecuencia de vicios genéticos de la Constitución de 1978 o si se hubiera producido en cualquier caso debido a la evolución de las cosas por factores poderosos e incontrolables de ámbito global. Más allá de este descorazonador debate, es indiscutible que estamos muy lejos del consenso sobre temas esenciales indispensable para emprender con éxito una modificación de nuestra arquitectura constitucional que la ponga al día y que llene sus lagunas, elimine sus inconsistencias y rejuvenezca sus anacronismos. Tenemos, pues, una Constitución consoladoramente longeva aunque, para nuestra desdicha, pese a su palpable necesidad de remoce, prisionera de una frustrante petrificación.