Hay ocho naciones en España, quizás nueve si incluimos a Navarra. "Las he contado", aseguraba Miquel Iceta en una entrevista del pasado domingo. De hacerle caso, las ocho naciones de marras serían Galicia, Aragón, Valencia, Baleares, Canarias, Andalucía, País Vasco y, por supuesto, Cataluña. Donde tantos veían un problema insoluble, el primer secretario de los socialistas catalanes hace una cuenta bien sencilla: miramos los estatutos de autonomía y donde ponga que son nacionalidades, ahí tenemos una nación. Contamos las nacionalidades y asunto resuelto.
El cálculo depende naturalmente de que tomemos "nación" y "nacionalidad" como sinónimos. Pero si lo hacemos así, según propone el socialista catalán, hemos de revisar la relación que existe entre nación y Estado. En la entrevista tiene que deshacer la idea de que nación y Estado vienen a ser lo mismo. Eso da idea tanto de los equívocos que rodean al término nación como de los equilibrios que hace Iceta:
"Para algunos, nación y Estado son lo mismo y la nación es homogénea. Para nosotros no. Por eso, España es una nación de naciones, y las naciones que viven (sic) en España son plurales. En Cataluña hay quien piensa que la nación es para los que hablan catalán. La nación es para todos los catalanes, hablen catalán o castellano, es un sentimiento de comunidad. Se puede ser nación sin aspirar a Estado".
El sentimiento de comunidad hace relación por fuerza a una comunidad de afectos. Al gusto de los tiempos, la expresión es cálidamente engañosa
El lío es notable, por decir lo menos. La tesis de que nación y Estado no son lo mismo corta por ambas caras: tendríamos naciones que no son Estado, como Cataluña o Canarias, y un Estado como España que no sería una nación, sino que contendría ocho o nueve. Etiquetarla como nación de naciones no resuelve el desconcierto, sino que lo aumenta. Está muy bien que el pluralismo se predique no sólo del Estado (¡o nación!) contenedor, sino de las naciones contenidas, pero resulta difícil de conjugar con el fundamento sentimental que se atribuye a éstas. El sentimiento de comunidad hace relación por fuerza a una comunidad de afectos. Al gusto de los tiempos, la expresión es cálidamente engañosa.
No se ve tampoco cómo encaja la cosa del sentimiento con el criterio inicial utilizado para contarlas, que no es otro que el reconocimiento legal como unidad política en un texto estatutario que pertenece al llamado ‘bloque de constitucionalidad’. Y la última frase no deja de revelar una ingenuidad asombrosa viniendo de quien tiene tantos nacionalistas cerca. Parece ignorar que los nacionalistas se servirán de la idea de nación, cualquiera que sea su fundamento, para perseguir un Estado propio, o lo más cercano a éste que les alcance en las circunstancias dadas.
Las palabras de Iceta sorprenden poco en realidad. Los dirigentes socialistas llevan años flirteando con la plurinacionalidad y dando vueltas con la idea de nación. Siendo presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero afirmó en sede parlamentaria, no en un seminario académico, que la nación era un concepto discutido y discutible. O recordemos la pregunta con que Patxi López interpeló a Pedro Sánchez durante el debate de las primarias: "Vamos a ver, Pedro, ¿sabes lo que es una nación?". La respuesta de Sánchez estuvo a la altura de Iceta: "Pues es un sentimiento que tiene muchísima ciudadanía, por ejemplo en Cataluña, por ejemplo en País Vasco, por razones culturales, históricas o lingüísticas". De nuevo, la nación como sentimiento.
La cuenta de Iceta se puede convertir en el siguiente argumento: puesto que la Constitución habla de nacionalidades, además de regiones, eso significaría que ya reconoce el carácter plurinacional del Estado español. Es una forma de restar trascendencia al reconocimiento de la condición plurinacional del país, presentándola a la opinión publica como algo aceptado en el texto constitucional y en los estatutos de autonomía de algunas comunidades. Algo paradójica, pues en tal caso no se ve la necesidad de armar tanto revuelo para reconocer lo que ya está reconocido.
El artículo 2 de la Constitución distingue con claridad la nación en singular, que se refiere exclusivamente a España como "patria común e indivisible de todos los españoles", de las nacionalidades (y regiones)
Lo cierto es que el supuesto carácter plurinacional no está reconocido, como puede apreciar cualquier que lea rectamente el artículo 2 de la Constitución, clave para entender la organización territorial del Estado. El argumento anterior falla por la misma razón por la que se equivoca Iceta en sus cuentas. Sencillamente, a la luz del texto constitucional, no podemos tomar nación y nacionalidades como sinónimos; de hecho, el mencionado artículo distingue con claridad la nación en singular, que se refiere exclusivamente a España como "patria común e indivisible de todos los españoles", de las nacionalidades (y regiones) que la integran, a las que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía. Si en otros contextos se pueden tomar ambos términos como equivalentes, desde luego no cabe hacerlo en términos constitucionales.
La redacción del artículo se inspira en la clásica distinción de Friedrich Meinecke entre nación política (Staatsnation) y nación cultural (Kulturnation), que Kohn y otros estudiosos del nacionalismo popularizaron. De acuerdo con el texto constitucional, España es una nación política, pues se refiere al conjunto de los ciudadanos españoles. En este sentido político, la nación implica dos cosas fundamentales: representa una sociedad de iguales, donde los ciudadanos tienen sus derechos y libertades garantizados bajo la misma ley común; además, la totalidad de los ciudadanos constituyen el cuerpo político en el que reside la soberanía, pues a todos incumbe "el derecho a establecer sus leyes fundamentales", según rezaba la Constitución de Cádiz. Que es tanto como decir que el orden constitucional nos pertenece a todos y nadie tiene derecho a cambiarlo sin contar con el conjunto de los ciudadanos españoles.
El término nacionalidades en plural sirve, en cambio, para reconocer los hechos diferenciales, culturales e históricos, que singularizan a ciertas comunidades autónomas, entre los que destaca la existencia de una lengua distinta del castellano. Se puede entrever detrás de este uso la concepción cultural de nación que se abre paso con el Romanticismo. Para sus partidarios, las naciones son comunidades humanas primordiales diferenciadas por la cultura o la lengua, cuando no por la sangre o el origen étnico. Sin duda, el término fue una concesión a los grupos nacionalistas con el fin de integrarlos en el régimen democrático, pero también una forma de reconocer el pluralismo cultural y lingüístico de la sociedad española.
Una trampa saducea
En la compleja arquitectura de una democracia constitucional el pluralismo social en sus diferentes manifestaciones depende de la existencia de un orden de libertades y derechos iguales para todos los ciudadanos y eso es lo que viene a representar la idea de nación política. Entendida como comunidad de ciudadanos libres e iguales y sede de la soberanía, no puede haber más que una; lo contrario sería romper la igualdad entre los ciudadanos y fragmentar la soberanía, como pretenden las propuestas confederales de Unidas Podemos o las formaciones nacionalistas. Pero una confederación de naciones no sería una democracia constitucional reconocible, eso convendría tenerlo claro.
De ahí que confundir nación y nacionalidades, jugando con los dos sentidos de nación, sea lo más parecido a una trampa saducea. Rebajamos primero la idea de nación a nacionalidad, ignorando su sentido constitucional, y le ponemos si hace falta el lacito sentimental. Una vez equiparadas, poco tardaríamos en ver a las nacionalidades reconvertidas en naciones políticas, como siempre han reclamado los nacionalistas, pero ahormadas ahora sobre el molde de la comunidad cultural homogénea y a expensas del pluralismo. Pensar otra cosa sería tan ingenuo como tomar por cándido a un tipo listo y maniobrero como Iceta.