Opinión

Contraofensiva weird frente a la tiranía woke

Ha surgido vibrante y valerosa la voz de la racionalidad, la ilustración y la sensatez, precisamente en el cubil de la fiera

  • #MeToo

El acrónimo 'weird' significa en inglés “western, educated, industrialized, rich and democratic”, es decir, occidental, educado, industrializado, rico y democrático. En cuanto a la palabra 'woke', aunque literalmente se puede traducir como “despierto”, alude a la abigarrada amalgama de feminismo radical, ecologismo apocalíptico, indigenismo rencoroso, revisionismo histórico vengativo y anticolonialismo ucrónico, que constituye el agresivo tinglado de lo políticamente correcto. El pensamiento “woke”, a saber, el racismo crítico, la teoría 'queer', la llamada justicia social, los planteamientos DEI (diversidad, equidad e inclusividad) y demás zarandajas posmodernas incubadas por los filósofos franceses de la deconstrucción en la estela del mayo de 1968 -una notable banda de degenerados, dicho sea sin ánimo de ofender- floreció en los campus norteamericanos una vez trasplantadas al otro lado del Atlántico. Su espectacular éxito entre la comunidad académica estadounidense se ha extendido a numerosos grupos sociales hasta devenir en una religión laica, intransigente, opresiva y violenta. Esta marea turbia se ha desatado sin freno derribando estatuas, cancelando figuras públicas, vandalizando las calles, expurgando museos y exigiendo, como las antiguas deidades paganas, sacrificios humanos y materiales en un frenesí imparablemente purificador.

Hasta hoy, este ejército despiadado ha ido avanzando sin apenas resistencia de sus víctimas, de las instituciones, de la clase política y de las diversas confesiones cristianas, encogidas y atemorizadas ante su capacidad ofensiva y su arrolladora barbarie. En Europa no nos hemos librado de semejante plaga, por el contrario, numerosos émulos de los dislates de la orilla opuesta del gran charco tratan todos los días de imponernos sus peligrosas y disolventes excentricidades. Véase sin ir más lejos nuestro Gobierno cuajado de vestales flamígeras de la ideología de género.

El hecho de que dos instituciones docentes que se cuentan entre las más prestigiosas del planeta hayan alzado la bandera de la verdad y del rigor en contra de las corrientes dominantes resulta esperanzador

Cuando parecía que este destructivo fenómeno era invencible y que lo único que cabía hacer era resignarse a su hegemonía a la espera de que su propia monstruosidad lo devorase, ha surgido vibrante y valerosa la voz de la racionalidad, la ilustración y la sensatez, precisamente en el cubil de la fiera. Asombrosamente, ya son cerca de un millar los profesores e investigadores universitarios mayoritariamente de los Estados Unidos, pero no pocos europeos, que se han adherido a la Declaración titulada “Restaurando la libertad académica” de la Universidad de Stanford, que se hace eco a su vez de los Principios sobre Libertad de Expresión y de dos Informes, uno relativo a la neutralidad institucional y otro sobre la calidad académica como único criterio para la contratación y la promoción en el seno de los centros de enseñanza superior, lanzados estos tres últimos documentos por la Universidad de Chicago. El hecho de que dos instituciones docentes e investigadoras que se cuentan entre las más prestigiosas del planeta hayan alzado sin complejos la bandera de la verdad y del rigor científico en contra de las corrientes dominantes resulta sin duda consolador y esperanzador.

El arranque de la Declaración de Stanford es realmente reconfortante. En él se afirma que la misión de la universidad es la búsqueda de la verdad y el avance y la difusión del conocimiento. También señala que una cultura sólida de libertad de palabra y de libertad académica es esencial para esta misión y sigue diciendo que el progreso intelectual amenaza a menudo el status quo y que por ello encuentra resistencias. Las malas ideas, concluye, únicamente son eliminadas mediante el análisis crítico sin barreras.

Hay párrafos gloriosos de la Declaración en los que entra a matar por derecho, por ejemplo, cuando se lamenta de que la libertad académica y la libertad de palabra se encuentran en rápido declive en las instituciones académicas, las asociaciones científicas, las revistas de investigación y las agencias de financiación. Los investigadores, continúa, cuyos hallazgos desafían los relatos dominantes tropiezan con crecientes obstáculos para ser publicados, financiados, contratados o promocionados. Ellos, y los profesores que ponen en cuestión las ortodoxias al uso, son acosados personalmente y en las redes sociales, condenados al ostracismo, sometidos a procedimientos disciplinarios opacos, despedidos o cancelados. La contratación, los ascensos y la financiación dependen cada vez más de cribas políticas e ideológicas explícitas o implícitas, incluyendo la aprobación por burócratas que buscan imponer una visión concreta de la justicia social o de los criterios de diversidad, equidad e inclusividad. Muchos hechos probados o ideas evidentes no pueden siquiera ser mencionados sin riesgo de represalias.

Muchas universidades y asociaciones profesionales o académicas conciben ahora la libertad de forma intolerablemente restrictiva

Tampoco se priva este impagable texto de apuntar a que muchas universidades y asociaciones profesionales o académicas conciben ahora la libertad de forma intolerablemente restrictiva, admiten la libertad de palabra si no contradice las narrativas y los conceptos de justicia social institucionalmente aprobados y dejan claro con total desfachatez que esta libertad sólo es admisible si no ofende o excluye, en otras palabras, libertad, pero dentro de estrechos márgenes que exhiban la credencial de lo políticamente correcto.

Por último, la Declaración exhorta a los líderes universitarios a promover, defender e institucionalizar la libertad de palabra y la libertad académica mediante acciones concretas. La libertad es una cultura, postula, no solamente una gavilla de reglas, y una cultura debe ser permanentemente alimentada. La tolerancia de las opiniones contrarias y su discusión a base de argumentos, lógica y evidencias contrastadas, renunciando a los ataques ad hominem, publicación de datos personales con fines malévolos y comportamientos inmorales similares, tiene que ser la norma en la comunidad académica. La libertad implica responsabilidad y las responsabilidades se ejercen mejor cuando son facilitadas por convenciones sociales comúnmente asumidas y no por reglas sectarias dictadas por burócratas ajenos a la actividad docente e investigadora.

Tomemos ejemplo de esta aguerrida contraofensiva “weird” para frenar y revertir la dictadura “woke”. Si en Estados Unidos un nutrido grupo de profesores e investigadores de las Universidades de Stanford y Chicago se han atrevido a plantar cara al viscoso magma de lo políticamente correcto enfrentándose a Hollywood, a Silicon Valley, al Me Too, al Black Lives Matter y a la Casa Blanca, no parece difícil en nuestros pagos derribar de su tosca montura a una tropilla de concejalas que asaltan capillas desnudando sus encantos torácicos, de animalistas obsesos, de llorosas salvadoras de inexistentes proletariados y de vociferantes partidarias del cambio de sexo a voluntad. Es incluso posible que después de leer esta columna y de saber que yo y otros amigos suyos hemos firmado la Declaración de Stanford, Alberto Núñez Feijóo se anime a dar esta batalla.

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