Jorge Verstrynge habla en su último libro (Populismo. El veto de los pueblos, 2017) de la posibilidad de una “Internacional Populista”. El profesor de Políticas, después de adherirse a lo que llama “populismo de la plebe” dice que el fenómeno está en su fase defensiva, de repulsa y denuncia de “la élite”, y que pronto pasará a la de construcción. Entre todos los populismos, dice, existe una reclamación del soberanismo contra la gobernanza mundial.
No le falta razón a Verstrynge, pero hay algo más que les une: un estilo de hacer política rompiendo las normas, las tradicionales reglas del juego, usando las tácticas de los movimientos sociales y el impacto de los medios y las redes. Todo envuelto en un discurso demagógico, tan defensivo como constructor, en boca de personas que se presentan como outsiders. Hagamos un repaso de esa “Internacional”.
Jeremy Corbyn rompió la norma sagrada y no escrita de apoyar en público al gobierno tras un atentado terrorista
Jeremy Corbyn rompió la norma sagrada y no escrita de apoyar en público al gobierno tras un atentado terrorista. Tras lamentar los “incidentes” –cuánto les cuesta llamar a las cosas por su nombre-, Corbyn criticó a May por haber eliminado a 20.000 hombres de las fuerzas de seguridad, y por proporcionar una seguridad low cost a los ciudadanos. Acabó pidiendo la dimisión de May, que se ha hundido en las encuestas, y que está dando vida a un laborismo volcado en un populismo socialista ramplón.
La decrepitud del régimen de Gran Bretaña es paralela a la de Francia, Italia, España, Austria, Holanda, e incluso Alemania. Cuando Henry Fairlie habló en 1959 de “establishment británico” señalaba a los grupos que dominaban la economía, la universidad, los medios y la política frente al pueblo común. Lo que no predijo Fairlie fue la degradación de ese establishment hasta el punto de crear la peor generación de dirigentes desde 1945.
En Reino Unido se han hundido las élites, y perdido los principios y los valores que hicieron de aquellas islas el motor y el refugio de la libertad y la democracia. El espectáculo que May y Corbyn han dado con los atentados islamistas, incluida la muerte de Ignacio Echeverría, es la muestra del largo fin de una época.
En Reino Unido se han hundido las élites, y perdido los principios y los valores que hicieron de aquellas islas el motor y el refugio de la libertad y la democracia
Esa misma sensación de fin de ciclo hubo en Francia, cuando los conservadores se deshicieron por la corrupción de Fillon, las sospechas sobre Sarkozy, y el amor sempiterno a la moqueta de Juppé. Pero también se derrumbó el socialismo por debilidad y corrupción, por elecciones internas cainitas y absurdas, hasta el punto de que Manuel Valls ha anunciado su apoyo al partido de Macron, último representante del establishment europeísta.
¿Y qué decir de España? El acoso y derribo al PP, favorecido por su vínculo con la corrupción, está haciendo circular la idea de que habría que ilegalizarlo. Ese partido es hoy el postrero sostén del régimen del 78, toda vez que el PSOE es ya otra cosa.
Sánchez no ha resucitado al PSOE por la sencilla razón de que tiene que matar al padre si quiere mandar. El “crucigrama imposible” lo llama con acierto Díaz Villanueva. El partido socialista que conocimos está desapareciendo: los hombres de referencia desde 1974, su estilo de hacer política, y su compromiso con los principios de la Constitución. Se mantienen las siglas de una organización a la que Sánchez cambiará totalmente.
La argumentación del nuevo PSOE será sencilla: los logros de los gobiernos socialistas no habrán sido obra de los líderes históricos ahora defenestrados, sino de los militantes
La argumentación del nuevo PSOE será sencilla: los logros de los gobiernos socialistas no habrán sido obra de los líderes históricos ahora defenestrados, sino de los militantes, de los cuadros medios del partido, y de los cargos locales y autonómicos.
El discurso contra “la derecha”, la organización basada en el hiperliderazgo y los plebiscitos, la estrategia de ruptura del marco legal, y los objetivos de cambiar las normas para perpetuarse en el poder, propios del socialismo populista o del siglo XXI, los ha asumido como suyos el PSOE de Sánchez. A esto añadirá la alianza –ya veremos si absorción- con Podemos, aunque en términos que le beneficien. Por ejemplo, apoyará en espíritu la teatral moción de censura; pero nada más.
El “¡Pásalo!” con el que las izquierdas dieron la señal para tomar las calles un día antes de las elecciones de 2004, con violencia y sin que se tomara con naturalidad, debió alertar a la derecha. Según Pablo Iglesias fue obra de él y los suyos. Aquello era la manifestación perfecta del asalto populista que se ha producido en poco más de diez años. Ya no hay reglas. No se diferencia legitimidad de legalidad. El establishment, aquí y en casi todo Occidente, no es capaz de generar una élite, sino una oligarquía torpe a la que la gente común desprecia.
La inoperancia de los gobiernos europeos ha permitido la construcción de una sociedad vulnerable a los enemigos de la libertad de fuera (los islamistas) y a los de dentro (los populistas)
El problema no es que el pueblo se agrupe y derribe un gobierno oligárquico. No estamos en la segunda vuelta de la rebelión de los hermanos Graco contra el Senado de Roma. El asunto es que la inoperancia de los gobiernos europeos ha permitido la construcción de una sociedad vulnerable a los enemigos de la libertad de fuera –los islamistas- y a los de dentro –los populistas-. Porque esa Internacional Populista no quiere otra cosa que reconstruir sus comunidades supuestamente soberanas, sobre la base de una ingeniería social legitimada por una evanescente “voluntad general”, que nos cambie un amo por otro.
Así, vivimos una guerra global contra el yihadismo, en nuestras ciudades y fuera de ellas, que nos obliga a recortar nuestras libertades, pero de la que no se puede hablar. Por eso, la gente sigue en el pensamiento mágico del “hablando se entiende la gente” y “la culpa del terrorismo es nuestra, porque no sabemos integrarlos, y no somos suficientemente multiculturales”. Frente a esta estupidez se alimenta otra, la del populismo, que recortará también la libertad en aras de un “mundo mejor”.
Los resultados en Gran Bretaña son cruciales en este sentido. Si no gana May, muestra viviente de la degradación del partido que tuvo a Thatcher entre sus filas, tendremos en Westminster a un Mélenchon o a un Iglesias, a un Corbyn que remontó en las encuestas por la triste mediocridad del adversario, con demagogia y con la versión british de la estrategia del “¡Pásalo!”.