Llegada la Semana Santa, uno ya puede descansar de la abstinencia y el ayuno de los cuarentas días anteriores. Bien, quizá pocos católicos sigan el rito de la Cuaresma, ese tiempo litúrgico que quedó en el olvido con la posmodernidad, pero era cuando uno debía preparar el cuerpo para la purificación del espíritu y el cuerpo. Sin embargo, quedan reminiscencias de la tradición y la Pascua, el día que acaba y se conmemora la resurrección de Jesús, sigue celebrándose y marcando nuestras vacaciones de primavera, además de nuestra ingesta anual de torrijas.
Quizá casi nadie se acuerde, pero esta santa tradición que se diluye con el consumismo vacacional que marca un descanso entre la Navidad y el verano, de lo que iba era de impedir a los fieles comer carne roja desde el Miércoles de Ceniza. Una práctica que la propia Iglesia se encargó de configurar para hacerla menos perniciosa para la salud que estar cuarenta días sin probar bocado. Pero ha ido moldeándose con el paso del tiempo, hasta acabar siendo unos días para dejar caer el bolígrafo en la oficina e ir a atiborrarse de huevos de chocolate.
Lejos de adaptar nuestra dieta con bacalao o con potajes calóricos y tramposos, nuestro yo más agnóstico no nos deja ni reservar unos días de prudencia al año. A falta de cautela, llevamos semanas donde todo son excesos. Verán, me explico. Una lo evita, lo esquiva, lo ignora o lo interioriza como interioriza su propia respiración, sin pensar en ello. Sin prestarle atención. Pero ahí permanece y cuando menos te lo esperas, ¡zas! vuelve a suceder algo que convierte el ruido en aullidos. Me refiero a la relación política entre los gobiernos de Cataluña y España. Que, en vez de reducirse la tensión a unos líderes incapaces de poner fin a esta situación (bien sea por incompetencia, bien sea por interés), ha pasado a la vía judicial y la arrojan a los ciudadanos para que desborden furia y frustración a partes iguales.
Desde septiembre, han pasado más de seis ‘cuaresmas’, unos 200 días, que en vez de vigilia, han sido hiperbólicos"
El 'procés', ese término que servía para acuñar ese periodo, según los partidos nacionalistas catalanes, que va desde los recortes al Estatuto de Cataluña hasta completar una República de Cataluña o, como mínimo, hasta un referéndum para que así lo decidieran los catalanes, llegó a su fin en octubre. No queda claro si el 1 de octubre del año pasado o el 10 de ese mismo mes, cuando se declaró la república (por ocho segundos), pero ahí culminaban los planes de los partidos soberanistas. Incluso se recalcó en más de una entrevista que su última líder, Carles Puigdemont, abandonaría el barco llegado ese día.
Nada de todo eso ha sido así. Desde septiembre, han pasado más de seis ‘cuaresmas’, unos 200 días, que en vez de vigilia, han sido hiperbólicos. La realidad se ha encargado de derramar todas las teorías con las que se han llenado, durante más de siete densos años, cientos de páginas y tertulias, todas en demasía, para algo que nadie (a menos que no sea entre bastidores) supo prever. Sin embargo, en vez de ir aminorando la velocidad para pasar a un punto medio o moderado, se ha seguido escalando sin saber nadie hasta dónde llegará esta incertidumbre.
Difícilmente habrá prudencia entre los ciudadanos con opiniones opuestas en un ambiente cargado de gas que nadie ha ventilado. Siguiendo las simetrías con la Semana Santa, parece que estemos condenados a un camino de cruces hacia el calvario a no ser que alguien corte el grifo de los derroches para que, con la precisa continencia, nos aleje del abismo.