En un momento de confusión lo dice Alicia: “Aquí la cuestión es saber quién manda”. El público se fija mucho para dilucidar con claridad una señal indudable y proceder en consecuencia. De otra manera lo expresaba Javier Pradera cuando sostenía que las actitudes se configuran en función de las expectativas. Cuando el terrorismo etarra nos desbordaba, quienes pagaban el impuesto revolucionario lo hacían para preservar la integridad de sus empresas o la inmunidad de sus familias. Compraban así las garantías que la policía era incapaz de prestarles. Mientras tanto, el comportamiento de los periodistas y de los medios de comunicación dejaba mucho que desear porque buscaban situarse en una posición de equilibrio entre los asesinos etarras y el Estado de derecho.
Recuerdo los intentos vanos por aclarar entonces que, si un régimen como el que habíamos tenido nos negaba las libertades, en justa correspondencia debíamos nosotros negar el régimen, pero que, alcanzado un sistema como el de la Constitución de 1978 que proclama libertades y derechos y los tiene por base de sustentación, carece de sentido que acampemos extramuros siendo así que somos parte decisiva del sistema y, por eso, tenemos el deber de preservarlo para que se mantenga íntegro, evitando que se corrompa. De ahí que careciera de sentido la adopción de una posición intermedia entre los terroristas y las víctimas. Tampoco en el caso actual que plantean los indepes tendría sentido ocupar un punto intermedio entre los que respetan la ley y quienes se ciscan en ella.
Enseguida hay que examinar que, como escribe Jean Baudrillard en La ilusión del fin (Editorial Anagrama, Barcelona, 1993), "no hay lenguaje humano que resista la velocidad de la luz. No hay acontecimiento que resista su difusión planetaria. No hay sentido que resista su aceleración". Y resulta desastrosa la interferencia entre un acontecimiento y su difusión, como la interacción entre el objeto y el sujeto experimentador en microfísica. Así pude comprobarlo el viernes día 18 de octubre durante el programa especial de 'Hora 25' que de ocho de la tarde a once y media de la noche estuvo dedicado a la retransmisión y comentario de los disturbios que estaban asolando Barcelona. Los periodistas diseminados por las calles en conflicto, cuando entraban en directo, adoptaban la prosodia de los cronistas deportivos que darían cualquier cosa porque el gol ocurriera durante la brevedad de su conexión con la emisora.
Podría pensarse que las batallas políticas no daban resultado y que, por eso, las estéticas cobraban mayor relevancia. De ahí que el espacio público y el espacio mediático de las ciudades catalanas se llenara de símbolos. Pero, además, como indica Carlos Granés (véase Salvajes de una nueva época, Editorial Taurus. Barcelona, 2019), había otra razón para colonizar estéticamente el espacio público: “La sobreabundancia de símbolos ligados a un bando en una disputa pretende apabullar al adversario, decirle esto es mío, hacerle ver o creer que está en minoría y que más le conviene adherirse al sentimiento mayoritario o permanecer en silencio replegado”.
La Barcelona ardiente de la semana pasada y lo que te rondaré morena trae causa de la confrontación que propugnaba Carles Puigdemont y su vicario en el Palau Joaquim Torra
Además, la física enseña que la naturaleza tiene horror al vacío y es un hecho reconocido que cuando en un barrio aumenta la delincuencia y la policía desatiende sus obligaciones como suministradora de seguridad son los propios vecinos quienes se autoorganizan en patrullas de vigilancia y somatenes. Esa lógica es la que acabará imponiéndose en Cataluña. Puede que la mayoría que no ha sido adiestrada en los valores de la legión opte por someterse a la CUP y organizaciones adyacentes, pero los más insumisos se procurarán más pronto que tarde las armas convenientes y se abrirán paso sin aceptar el bloqueo de las barricadas en calles, carreteras o vías férreas.
La Barcelona ardiente de la semana pasada y lo que te rondaré morena trae causa de la confrontación que propugnaba Carles Puigdemont y su vicario en el Palau Joaquim Torra. El espectáculo que ha proporcionado desmiente de forma rotunda el buenismo pacifista que nos restregaba la propaganda independentista y el diputado Joan Tardà, quien repetía incansable aquello de “lo resolveremos cívicamente, a la catalana”. Pero las barricadas incendiadas han demostrado que los catalanes están hechos de la misma pasta que los albaceteños y que, cuando se calientan al baño maría, se comportan con idéntica agresividad.
Que el Gobierno se haya quedado apenas en la mera proclamación de que ningún exceso quedaría impune y de que quienes incurrieran en desmanes serían pasados por el código penal, mientras era visible que los violentos mantenían durante días el control de las calles, tendrá consecuencias en las elecciones del próximo 10 de noviembre. Haber intervenido antes y con más contundencia también las habría generado, pero tal vez de otro signo. La primera aportación de los indepes fue que apareciera Vox; la segunda podría ser que, una vez culminados los desafíos de Torra y adláteres, de las próximas urnas saliera vencedora la derecha. Atentos.