Opinión

Máximo Huerta y su última confesión sobre el narciso de Moncloa

La arrogancia de los narcisos suele ilustrar sobre su forma de gobierno, que está marcada por el personalismo. Por la obsesión por engordar su figura y por salvar el tipo, aunque para ello sea necesario sacrificar a sus más fieles soldados o decidir en contra del interés general.

Se mira el narciso al espejo cada mañana y se pregunta por el tono en el que hablarán de su figura los libros de texto. ¿Serán los historiadores justos al valorar su legado o lo despreciarán? Esa cuestión palpitante le ronda a Pedro Sánchez por la cabeza desde el día en que fue nombrado presidente del Gobierno. Se intuía, pero ningún testimonio lo había confirmado. Casi un lustro después de la investidura, Máximo Huerta, mínimo ministro, lo ha confesado en una entrevista a Pablo Motos. El aludido acudió a Moncloa para presentar su dimisión y acabó de testigo de la inquietud del presidente, quien le expresó su temor al vapuleo que sufrieron González, Zapatero y Aznar tras dejar su cargo.

Pudiera parecer un hecho anecdótico, pero nada más lejos de realidad. Porque la arrogancia de los narcisos suele ilustrar sobre su forma de gobierno, que está marcada por el personalismo. Por la obsesión por engordar su figura y por salvar el tipo, aunque para ello sea necesario sacrificar a sus más fieles soldados o decidir en contra del interés general. Dado que los súbditos contemporáneos ya no recuerdan lo del memento mori, no estaría de más que en el despacho presidencial de Moncloa colgara una réplica de los Jeroglíficos de las Postrimerías. El Finis gloria mundi es un buen analgésico contra la soberbia. Morirás como viniste, sin nada. Todo lo tuyo es finito, sobre todo, tú. Quizás el espejo en el que te ajustas las solapas del traje te sobreviva.

¿Qué aconsejarle al narciso? Quizás venga al pelo la reflexión de la silueta de Nietzche en El caminante y su sombra. Aquella que ironizaba sobre el hecho de que “el hombre se considere el fin de todo el Universo y la humanidad”, como si realmente tuviera una misión universal. “Si un dios ha creado el mundo, concibió al hombre como mono de Dios, como continuo motivo de recreo en sus demasiado largas eternidades”. Sólo quien tiene plena consciencia de su brevedad es capaz de observar las limitaciones de los soberbios, entre los cuales, los narcisos son los más equivocados y menos inteligentes, señor presidente.

Seguramente, la principal tarea de un líder sea la de apartar la vista del espejo y de los cronistas, remangarse y gestionar, dado que los electores no le votan para que le reproduzcan en bronce y a caballo, sino para que distribuya de la mejor forma posible el dinero que les quitan de la nómina. Si ese ejercicio se hace con virtud, a un gobernante le recordarán con gratitud. Precisamente, por eso se ha tratado con desdén la figura de todos los expresidentes del Gobierno. Unos más que otros.

La virtud del buen gobernante

Trascendía estos días un vídeo antiguo de Adolfo Suárez en el que, durante una entrevista con Mercedes Milá, ofrecía su punto de vista sobre aquello en lo que debe consistir la buena gestión: “Creo en el concepto de libertad, que no es hacer lo que queremos o tener la posibilidad de votar... Es un concepto profundo de liberación de los obstáculos económicos, políticos y culturales que están impidiendo a los españoles ejercer la libertad”. Posteriormente, ponía un ejemplo inapelable: “Yo nací en Cebreros y el principal estímulo cultural que recibían sus habitantes era la banda de música durante las fiestas. Mi acceso al conocimiento fue más difícil que el de aquellos que nacieron en una ciudad universitaria”. Por tanto, el objetivo de un gobernante debería ser el de atenuar esas diferencias. Afianzar las cuerdas del ascensor social y engrasar las poleas para que no chirríen.

A los expresidentes no se les han compuesto salmos porque han fracasado en esta tarea. Se han debido más a su partido y a sí mismos que al pueblo, en el típico ejercicio de egolatría y protección del clan, cada vez más tiznado, cada vez más mafioso. Desconozco la ponderación que realizarán los historiadores a la hora de juzgar su legado, pero hay una parte de los ciudadanos que son incapaces de aplicar en su vida diaria las palabras grandilocuentes de los discursos de Pedro Sánchez y sus precedentes. ¿Prosperidad? ¿Resiliencia? ¿De qué habla el moreno de 1,90 y el traje con el pin redondo en la solapa?

El Gobierno de alguien obsesionado con la protección de su figura tenderá a infravalorar el 'efecto mariposa' que genera la subida de las cotizaciones a los autónomos (8,6%), por ejemplo. Incluso lo buscará. Porque toda carga que se imponga a los ciudadanos emprendedores provocará que sus fuerzas minen y su capacidad para prosperar se reduzca. Eso va en contra de la prosperidad y transmite a los ciudadanos el mensaje erróneo de que las buenas ideas no conducen al éxito y no pueden rentabilizarse. Así que las sociedades en las que los individuos no tienen la esperanza de que, con trabajo y competitividad, mejorarán, terminan por claudicar, lo que afianza en el poder a quienes no quieren cederlo.

El narciso de Moncloa contra el pueblo

Se mire donde se mire, existe una distorsión entre los mensajes triunfalistas que transmite el Gobierno y lo que se vive a pie de calle, donde el salario medio está estancado desde el inicio de la gran recesión, donde la cesta de la compra cada semana es más cara, donde la carga impositiva -directa e indirecta- cada vez afecta más a los bolsillos y donde cualquiera con iniciativa cada vez tiene más trabas administrativas y sociales para sobrevivir.

La cultura de masas es cada vez más mediocre y facilona; y la educación, menos exigente. El muchacho de Cebreros que cumpla este año la mayoría de edad vivirá con sus padres hasta los 29,8 años (Eurostat, 2021) y necesitará unos conocimientos técnicos, idiomáticos y de postgrado que quizás sus padres no le puedan proporcionar, y que lo público no le dará porque no está bien gestionado. Es un sumidero de dinero público.

¿Vivienda? ¿Formar una familia? Las dos grandes fuerzas que impulsan hacia una vida tranquila son casi inaccesibles para el muchacho nacido en 2005.

Así que se pregunta Pedro Sánchez sobre cómo le recordarán los libros de historia y en estos hechos tiene la clave. Y si no estuviera afectado por la apremiante inseguridad del narciso, lo mismo debería plantearse, con sinceridad, sin excusas interiores, ni rodeos, ni mentiras, si verdaderamente ha logrado que los españoles vivan mejor. Después de realizar ese juicio, sabrá la respuesta a la pregunta que le planteó el bueno de Máximo Huerta y quizás pueda asumir el golpe con una mayor dignidad.

De lo contrario, seguirá mintiéndose, pero a sabiendas de que no acaban bien los narcisos. El mitológico cayó al río y en sus más recientes versiones aceptaron ofertas de equipos de fútbol árabes de poca monta. Su descenso a los infiernos suele ser especialmente duro.

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