Opinión

Delatores del régimen

El decreto energético es la enésima excusa con la que pretenden desde ahí arriba eliminar libertades ciudadanas

  • Una tienda con el escaparate apagado en la madrileña calle Preciados.

En La Vida de los otros, sublime película que supuso el debut como director y guionista de Florian Henckel von Donnersmarck, el protagonista principal es un espía de la Stasi, Gerd Wiesler, quien se encargaba de vigilar los movimientos de un escritor célebre del país, del que tenían dudas sobre su filiación y adhesión comunista. Toda la película acontece bajo el espectro lúgubre de un paisaje que mostraba el totalitarismo atroz que imperaba en la extinta RDA, apéndice soviético en la Europa de posguerra. Aquella película abrió los ojos a buena parte del mundo (cierta progresía aún sigue soñando con Lenin) sobre lo que significaba vivir bajo el yugo del socialismo popular y cómo las tiranías se sostenían también a través de complejos hilos de comunicación entre las élites gobernantes y el pueblo cautivo.

Desde que en el Estado romano se institucionalizó en el siglo II a. C. la violencia y la delación como vías para mantener el dominio y el control social, las sociedades totalitarias que vinieron después jugaron con la idea de que la seguridad del Estado (y, por ende, su supervivencia) dependía de obtener el control de los movimientos de la población a través de un ejército de informantes. El propio Juvenal hablaba del temor que causaba el delator en la sociedad. Llegaba a ser considerado, en su auctoritas, persona con poder, y no era extraño que recibiera obsequios y presentes del propio pueblo, al que amenazaba con descubrir si no mostraba en público y en privado su fidelidad a quienes dirigían el cotarro.

Estos días hemos observado cómo periodistas, académicos, todólogos de tertulias vacías y ciudadanos de toda corte y condición ejercían orgullosos de comisarios políticos en su afán por quedar bien con el régimen

A la España de Sánchez sólo le faltaba ese séquito oficial de informantes anónimos dedicados a espiar y contar las andanzas de sus conciudadanos, a efectos de contentar a los que mandan y dictan por el posible desacato de leyes totalitarias, decretos autoritarios o recomendaciones absurdas. Bien, ya están aquí. Al albur del decreto energético que la autocracia socialista nos quiere imponer, un trágala lleno de incoherencias y dudoso encaje legal, el gobierno ha activado el ventilador de predicadores: en teles, radios y redes sociales. Estos días hemos observado cómo periodistas, académicos, todólogos de tertulias vacías y ciudadanos de toda corte y condición ejercían orgullosos de comisarios políticos en su afán por quedar bien con el régimen, delatando así a comercios y locales privados por tener las luces encendidas sin conocer los motivos ni causas que las motivaban. La delación por la delación. Móvil en mano, sacan la foto, dan el nombre y la dirección, y denuncian al honrado ciudadano que incurre en un presunto delito o a la empresa que no obedece los caprichos gubernamentales. Por mucho que vendan solidaridad rogada por Europa, si esta se impone, deja de ser solidaridad. El circo imprescindible para mantener entretenida a una población cada vez más pobre, hambrienta y conforme con la escasa libertad de la que ya disfruta. Un gobierno sin luces para un país a oscuras.

Pero así, querido lector, empiezan las dictaduras. Con chivatos oficiales protegiendo los desmanes del régimen, frente al derecho de la ciudadanía a oponerse a decretos inmorales. El mandato de leyes contrarias al sentido común y a la propia Constitución, exige de colaboradores entre los subyugados, cómplices de la aberración totalitaria que está por llegar. Porque las dictaduras no siempre necesitan de la iniciativa activa de un grupo de militares rebeldes para imponerse. A veces, basta con la aquiescencia complaciente de la sociedad, que asiste adormecida a la pérdida de sus libertades mientras compra propaganda del gobierno cada vez más tóxica y pestilente. Las autocracias sobreviven gracias a la pasividad del pueblo que se cree libre y no lo es.

El miedo es la mejor arma política de anestesia social. Y esa histórica dicotomía sobre la coexistencia entre libertad y seguridad el sanchismo la ha liquidado en menos de una legislatura. De nuevo, el recurrente “es por tu bien” que el leviatán socialista rescata cada vez que su patita sectaria da la cara.

El mismo Gobierno que no ejerce su autoridad para obligar a los golpistas que dirigen la Generalitat de Cataluña a cumplir la ley, no puede ahora imponerla para exigir a los ciudadanos que acaten un decreto de dudosa constitucionalidad. Ya sucedió cuando cerraron el Parlamento para eliminar libertades individuales. Hace tiempo que en Moncloa carecen de crédito moral para pedir o exigir nada a los españoles. Pero disfrutemos del verano, que aquí no pasa nada. La playa es la burbuja moderna con la que vendamos nuestra desidia.

Podríamos aprovechar el asueto estival para leer (o releer) a Hannah Arendt, quien ya avisó de cómo la violencia política es una vía de intimidación para mantener el poder. Sánchez nunca ha leído a Arendt porque él prefiere ser Marat, aunque menos preparado que aquel científico jacobino que defendió el Terror revolucionario con denuedo. El decreto energético es la enésima excusa con la que pretenden desde ahí arriba eliminar libertades ciudadanas. Las democracias se protegen de los abusos del poder cuando poseen una justicia independiente y unos medios de comunicación libres. Las autocracias se imponen cuando someten a la justicia, compran a los medios su alma y financian la denuncia del otro con publicidad ponzoñosa. La delación patrocinada es el penúltimo desacato del sanchismo a la democracia. España está hoy un poco más cerca de las repúblicas que admiran a Bolívar que de las democracias liberales que soñaron Monnet y Adenauer.

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