Estoy pasando unos días en una isla balear disfrutando de su geografía agreste y soleada y de una de las mayores bendiciones que pueden descender sobre un veraneante al borde del mar: un amigo con barco, un amigo, además, inteligente, culto, ameno y generoso, con lo que mi situación, temporal y breve, por desgracia, se aproxima bastante a la felicidad. Hace tres días me encontraba amarrado en puerto tras una placentera excursión a una cala paradisíaca charlando relajadamente con mis anfitriones en la cómoda bañera de su motora cuando advertí la presencia en el muelle de un individuo vestido con un blusón que le llegaba a las rodillas y calzado con sandalias que portaba enrollada bajo el brazo una esterilla. Se detuvo a pocos metros de nuestra posición, extendió la esterilla, se situó mirando en dirección a La Meca y primero de pie y después postrado, rezó sus oraciones coránicas. Concluidas sus preces se alzó, recogió sus bártulos y se alejó sin dirigirnos ni una mirada. Simultáneamente, a ocho mil kilómetros de distancia, los talibán entraban en Kabul sin hallar resistencia, el presidente Ghani huía al exilio, multitudes aterradas se precipitaban al aeropuerto para librarse del horror oscuro que volvía victorioso y veinte años de presencia de la coalición occidental formada para transformar Afganistán en una democracia habitable veían su fin.
La coincidencia en el tiempo de estas dos escenas, banal en apariencia la una y apocalíptica la otra, resulta muy reveladora. Lejos de mi ánimo sonar catastrofista o agorero, pero tenemos al enemigo fuera, pero también dentro. Sin negar la posibilidad de formulaciones del Islam compatibles con los valores de la sociedad abierta -mi larga colaboración con la resistencia opuesta a la dictadura clerical iraní me ha demostrado que tal fenómeno es posible-, no son lamentablemente mayoritarias ni fáciles. Por su propia naturaleza, la cosmovisión surgida en las arenas ardientes de la Arabia del siglo VII tiende con mayor probabilidad a configurar sociedades parecidas al Pakistán, al Irán o al Qatar actuales, mientras que la alumbrada entre olivos en Israel 600 años antes y que cambió el mundo con igual intensidad, ha dado lugar al Canadá, la Nueva Zelanda o la Finlandia de hoy. Con esto queda todo aclarado.
Era imprescindible derrotar a los talibán militarmente e ideológicamente, contando con los sectores de la población afgana que deseaban vivir bajo un gobierno representativo
La guerra de Afganistán, emprendida por los Estados Unidos con el apoyo de sus socios de la OTAN fue la respuesta al brutal atentado del 11 de septiembre de 2001 y tenía dos objetivos: neutralizar por completo y con carácter definitivo la amenaza fundamentalista que tenía en aquel país de Asia Central su santuario e implantar allí un sistema político, unos hábitos sociales y un marco cultural que proporcionase a sus habitantes respeto a sus derechos básicos como seres humanos, las libertades esenciales de una convivencia civilizada y el acceso de las mujeres a la educación y a su propia dignidad. Para ello era imprescindible derrotar a los talibán militarmente e ideológicamente, contando con los sectores de la población afgana que deseaban vivir bajo un gobierno representativo y salir de la Edad Media para disfrutar de los beneficios de la modernidad.
La victoria talibán y el fracaso sin paliativos de la operación de hacer de Afganistán un Estado democrático, seguro y próspero es la confirmación de lo que ya demostró la segunda guerra de Iraq, la imposibilidad de vencer a los islamistas intransigentes sin la suficiente constancia, inversión de recursos, voluntad indeclinable, capacidad de sacrificio y una opinión pública que respalde masivamente una empresa de esta dificultad y envergadura. Ninguna de estas premisas se cumple hoy en las democracias occidentales, poseídas por el hedonismo blandengue característico de las panzas satisfechas, una demografía declinante, el electoralismo cortoplacista de sus elites políticas y el abandono de los valores que las han conducido al éxito colectivo.
Nos engullirá sin piedad
Disipada la ilusión efímera del fin de la Historia, los viejos espectros vuelven a recorrer Europa. Basta constatar que adeptos a la doctrina más inhumana y mortífera de todos los tiempos se permiten dar lecciones de ética desde tribunas públicas de gran proyección y ocupan ruidosamente carteras ministeriales en España. Otro totalitarismo igualmente letal, el fanatismo mahometano, no sólo es hegemónico en amplios territorios de Asia y África, sino que se expande, subterráneo y latente, en nuestros predios ilustrados, laicos y desarrollados. En los desiertos lejanos se gesta un futuro quizá cercano que nos engullirá sin piedad en su tenebroso piélago de barbarie mientras la orquesta de un gigantesco Titanic atestado de multiculturalistas, relativistas morales y feministas radicales, toca impávida la melodía final de nuestro naufragio.