‘Si fuimos capaces de hacer el acto de desobediencia civil más grande de la Europa contemporánea, ¿qué no podremos hacer?’. Así describe Quim Torra el 1 de octubre en un reciente acto de campaña de Junts per Catalunya. No dice nada nuevo. Viene siendo habitual que los medios y portavoces independentistas presenten lo sucedido en septiembre y octubre de 2017 como una forma de desobediencia civil. Los hemos visto invocar a Gandhi, a Mandela y, por supuesto, a Martin Luther King y al movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos. Después del episodio de Mauthausen, a pocos sorprenderán ya tales comparaciones, ni el toque de complacencia que adereza las palabras del actual presidente de la Generalitat.
Como era de esperar, el asunto de la desobediencia civil también ha surgido reiteradamente en las sesiones del juicio a los líderes independentistas que tiene lugar en el Tribunal Supremo. Lo hemos escuchado en boca de diferentes testigos de las defensas, como Jaume Asens o David Fernàndez, el antiguo portavoz de la CUP, por citar a los más conocidos. De los procesados, ha sido Jordi Cuixart quien de forma más notoria ha recurrido a la desobediencia civil para justificar sus acciones. De hecho, las palabras de Torra se hacen eco de las declaraciones del presidente de Òmnium Cultural ante el Tribunal: "Tendríamos que estar orgullosos todos los ciudadanos de España: el 1-O es el ejercicio más grande de desobediencia civil que ha habido en Europa. Históricamente, no hay un ejercicio igual". No sólo fue desobediencia, sino que pasará a los anales.
La estrategia de defensa, frente a los cargos de rebelión o sedición, es presentar la jornada del 1 de octubre como una protesta pacífica y festiva frente a la prohibición del Tribunal Constitucional para que no se celebrara el referéndum. Al encuadrar lo sucedido en "los parámetros de la desobediencia civil", Cuixart destaca el carácter no violento de las movilizaciones, aunque lo haga al modo pintoresco del nacionalista, sin ahorrarnos la referencia al código genético del pueblo catalán: "somos el país de Pau Casals, de Muriel Casals y de Arcadi Oliveres y tantos otros pacifistas que nos han legado esta actitud no violenta, porque forma parte de nuestro ADN, porque somos así, y porque nunca aceptaremos la violencia como instrumento de diálogo". Tanto o más importante es la presunción de que la desobediencia civil es un ejercicio democrático, cuyo carácter cívico contrasta con la represión policial. Con ello se avalaría el carácter impecablemente democrático del secesionismo catalán así como el relato sobre el autoritarismo del Estado español, incapaz de tolerar las protestas de los ciudadanos.
El verdadero desobediente civil debe apelar al sentido de justicia de la mayoría, es decir, a los principios que inspiran un orden constitucional democrático y comparten sus conciudadanos
Antes de aceptar tal pretensión, sería bueno repasar la literatura para ver qué es la desobediencia civil y en qué circunstancias podría justificarse, pues obviamente hay muchas formas desobediencia a las que no cabe aplicar el rótulo ni toda forma de desobediencia civil está justificada por el hecho de que sus protagonistas así la llamen. Podrían servirnos unas páginas justamente célebres en las que John Rawls se pregunta cuál es el sentido de este tipo de desobediencia en una sociedad democrática. Rawls no sólo es el más reputado filósofo liberal de la segunda mitad del siglo XX, sino que su teoría toma como anclaje histórico la lucha por los derechos civiles, a la que tanto se refieren Cuixart y los independentistas.
Al tratarse de acciones contrarias a la ley, conviene señalar las diferencias con otras actividades ilegales. Un acto de desobediencia civil ha de ser público y no violento en primer lugar; además está motivado por razones políticas, pues se realiza con el fin de cambiar alguna ley o política del gobierno que se considera injusta. Obviamente, el carácter no violento descarta las actividades terroristas o el alzamiento armado, como su finalidad política lo separa de la delincuencia común. Menos clara es la distinción con respecto a otras formas de desobediencia, como el objetor que incumple una ley contraria al dictado de su conciencia. Aquí también se actúa ilícitamente por razones morales o de principio, pero la desobediencia no tiene por qué ser pública ni pretende necesariamente cambiar las leyes; al objetor podría bastarle con que se haga una excepción con él.
Por eso hay que entender cabalmente el sentido político de la desobediencia civil en un régimen democrático. Para empezar restringe la clase de justificación admisible, pues no valdría cualquier convicción moral o religiosa. El desobediente civil debe apelar al sentido de justicia de la mayoría, es decir, a los principios que inspiran un orden constitucional democrático y comparten sus conciudadanos. De ahí que sea incompatible con la participación en actos violentos. Además de mostrar el debido respeto por los derechos de sus conciudadanos, el quid de la cuestión está para Rawls en que el desobediente civil actúa contra la ley por fidelidad al orden constitucional, por entender que una ley o política concreta se aparta de sus principios básicos. El desobediente expresa esa fidelidad en el modo en que lleva a cabo sus actuaciones: a la luz pública, de manera no violenta y dispuesto a aceptar las consecuencias legales de sus actos.
De lo que se sigue una consecuencia importante. El desobediente civil no va contra el orden constitucional en una sociedad democrática; no busca derrocarlo ni subvertirlo, sino denunciar el incumplimiento de sus principios. Aquí está el asunto clave para comprender lo sucedido en Cataluña. La organización de un referéndum ilegal no fue una mera protesta contra el Constitucional, sino que respondía a un plan concertado para abolir ilegalmente el orden constitucional en Cataluña. Es lo que se pretendió hacer con las leyes del referéndum y la desconexión aprobadas por los grupos independentistas en el Parlament en las sesiones del 6 y 7 de septiembre. ¿Acaso la célebre desconexión independentista significaba otra cosa?
La organización de un referéndum ilegal no fue una mera protesta contra el Constitucional, sino que respondía a un plan concertado para abolir ilegalmente el orden constitucional en Cataluña
Cuando pensamos en la desobediencia civil nos referimos a simples ciudadanos que se enfrentan a las autoridades, pero en Cataluña fueron las autoridades y cargos públicos, tanto en el Parlament como en el Govern, los que encabezaron los actos de desobediencia. La situación cambia completamente si son las propias autoridades las que se insubordinan, incumpliendo las leyes y mandatos judiciales. Eso sí representa una subversión en toda regla de los principios del Estado de Derecho, sin los cuales no hay orden constitucional alguno. Enorgullecerse de incumplir sentencia tras sentencia del Tribunal Constitucional, como hemos visto, no parece ser la forma de expresar la fidelidad a la Constitución. En realidad, si consideramos que la autoridad de los poderes autonómicos proviene de la ley y es nula y sin efecto fuera de ella, la desobediencia verdaderamente cívica hubiera sido la voluntad de no acatar los mandatos de una autoridad injusta, pues se ejerce ultra vires.
Como se ha repetido, el ejercicio arbitrario del poder para abolir la Constitución saliéndose de los cauces legales pone en serio riesgo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Rawls pensaba que la desobediencia civil debe ser un recurso excepcional en caso de que las libertades de los ciudadanos o la ciudadanía igual estuvieran en peligro. No por casualidad, pues ahí está el núcleo de una democracia constitucional. Pero quienes pusieron en peligro ambas cosas fueron las autoridades secesionistas y quienes se movilizaron para quebrar el orden constitucional y la convivencia ciudadana. El modo en que se violaron en septiembre de 2017 los derechos de los parlamentarios de la oposición, y con ello los derechos políticos de los ciudadanos, era todo un aviso.
La conclusión es clara. Lejos de ser el mayor acto de desobediencia civil en Europa, lo que presenciamos entonces aquellos días fue un ataque sin precedentes contra el orden constitucional en un régimen democrático. Algo que no puede justificarse ni es motivo para sentirse orgulloso.