Hubo una época en la que los tribunales de tesis en España estaban formados íntegramente por catedráticos numerarios de la misma área de conocimiento del trabajo que debían juzgar, casi todos ellos de centros de educación superior distintos al del doctorando y su director. Eran profesores consagrados, de densos y dilatados currículos, con frecuencia trufados de largas estancias en prestigiosos departamentos o institutos de otros países, exhibiendo una lista impresionante de publicaciones de primer nivel y una docena de libros reconocidos como valiosos por la comunidad académica. Al aceptar formar parte del grupo que iba a evaluar al aspirante a doctor, consideraban asumido que su veredicto sería aceptado sin rechistar y que por supuesto ni el doctorando ni su director de tesis esperaban de ellos otra cosa que no fuese un examen imparcial, exigente, minucioso e incluso severo de la investigación que se les sometía. Todo los implicados sabían que no habría ensañamiento, pero tampoco piedad. El incauto o el osado que se atrevía a presentar una tarea insuficiente, mediocre, vacua o sin aportaciones inéditas -lo que sucedía muy raramente porque todo el mundo era consciente de las reglas del juego- recibía un notable, equivalente a vergüenza pública, un aprobado, escarnio supremo, o en casos extremos, el rechazo de la tesis, lo que significaba en la práctica la expulsión de la docencia y la investigación.
Años atrás, el osado que se atrevía a presentar un trabajo mediocre, lo que sucedía muy raramente, era objeto de supremo escarnio
Los doctorandos, a su vez, tenían claro que coronar el objetivo de doctorarse implicaba cuatro, cinco o en ocasiones más años de labor intensa sin apenas vacaciones, compatibilizada frecuentemente con otros menesteres para ganarse el sustento, lo que representaba fines de semana sin asueto alguno y noches prolongadas de lectura, estudio, cálculos, redacción, laboratorio si el dominio explorado era de ciencias experimentales, confección de gráficos, compilación de bibliografía y revisión cuidadosa del texto. Habitualmente, este empeño agotador se realizaba en el intervalo comprendido entre los veintidós años y los treinta y su culminación marcaba un antes y un después en la vida del investigador, que dejaba atrás la mera y modesta condición de licenciado para elevarse a la prestigiosa y respetada de doctor. El día de la lectura de la tesis constituía una fecha señalada, vivida con emoción por amigos y familiares, y tras la proclamación por el tribunal de la calificación de sobresaliente cum laude nadie ponía en duda que era merecida y se celebraba como corresponde a los auténticos hitos en la trayectoria personal de un joven henchido de ambiciosas metas vitales.
Ni que decir tiene que las aportaciones originales contenidas en la tesis debían dar lugar a uno o varios artículos en revistas internacionales prestigiosas del campo que se tratase porque de no ser así la reputación del autor quedaba seriamente debilitada y su futura carrera significativamente dañada. De cada promoción que terminaba la licenciatura los llamados a doctorarse eran un número muy reducido y profundamente vocacional dado que la mayoría de graduados se lanzaban a encontrar un empleo fijo y no estaban dispuestos o no se sentían capacitados para superar los sacrificios y demostrar la excelencia intelectual propios del doctorado.
Antes, los doctorandos tenían claro que coronar el objetivo de doctorarse implicaba cuatro o cinco años de labor intensa sin apenas vacaciones
La descripción aquí realizada de lo que era y significaba un doctorado en España no ha sido hecha por referencias o por haberla leído, sino que se trata de una experiencia vivida, y los doctores en ciencias, humanidades, ciencias sociales, medicina o ingeniería de mi generación -yo me doctoré en Física en 1975- coincidirán conmigo en que así era casi siempre.
La conclusión que yo y los que se doctoraron en los años sesenta, setenta e incluso ochenta del siglo pasado después de conocer en detalle las características del doctorado del hoy presidente del Gobierno no puede ser otra que la siguiente: la tesis de Pedro Sánchez, con independencia de su vulneración o no de la normativa vigente, no es tal. De hecho, es simple y llanamente un camelo.