Uno de los efectos colaterales más visibles y decepcionantes de la semana funesta vivida en Cataluña ha sido comprobar la tenacidad con la que es capaz de autodestruirse la izquierda. Las izquierdas, sería más correcto decir. Las izquierdas políticas, intelectuales y mediáticas que, desde que jubilaron a las generaciones de la Transición, siempre que llegan a un cruce de caminos eligen de forma sistemática el trayecto más confortable y menos comprometido con la sociedad a la que dicen defender.
Hablo de esa izquierda que ha acabado abjurando de los Carrillo, Pasionaria, Labordeta, Tarradellas o Paco Frutos, y arrastrando por el fango del desdén la generosidad de todos ellos, al tiempo que se dejaba arrebatar, sin oponer la menor resistencia, los símbolos comunes.
Hablo de esa izquierda pseudointelectual, cincuentona y a la vez adolescente, que llama “chiquillos” a esa piara de matones de pastillita en la disco agrupados en eso que se hace llamar 'Tsunami democrático', esos hijos de la burguesía que después de abrirle la cabeza a todo policía que esté a tiro, mangan en el Media Markt unas cuantas Playstation para regalar al sobrinito. Ya puestos.
Esa izquierda presta sus altavoces a los estibadores independentistas, 80.000 euros de sueldo medio al año, pero critica a los policías nacionales que no llegan a 30.000
Hablo de esa izquierda acomplejada que, para recibir el aplauso fácil de los rebeldes tuiteros, altera el orden de los valores y dice por ejemplo esto: “Sí, hay acciones violentas en Cataluña absolutamente condenables y que hay que castigar, pero negar la fuerza de la protesta pacífica masiva que inunda ahora Barcelona es una irresponsabilidad política (y mediática)”. En lugar de decir: “Sí, hay una manifestación pacífica y masiva que inunda algunas calles del centro de Barcelona, pero negar que esta marea humana tiene vinculaciones evidentes con la violencia callejera es una irresponsabilidad mediática (y política)”.
Hablo de esa izquierda elitista que despelleja al ministro Marlaska por el uso de pelotas de goma y calla cuando la turba lanza una bengala contra el helicóptero de los Mossos o corta durante 28 horas la principal vía de comunicación terrestre con Europa; esa izquierda tan coherente que presta sus altavoces a los estibadores independentistas -80.000 euros de sueldo medio al año-, y no pierde oportunidad de cuestionar la actuación de los policías -que no llegan a 30.000- desplazados a la Ciudad Condal para defender la legalidad.
Hablo de esa izquierda tercerista que nada tiene que decir a la repulsiva manipulación antiespañola a la que son sometidos los niños en las escuelas de Cataluña y se alinea con el nacionalismo para rechazar una declaración institucional de apoyo a las Fuerzas de Seguridad del Estado por parte del Congreso de los Diputados; de esa izquierda infantilizada hasta la imbecilidad, como la flamante premio Nacional de Literatura, la granadina Cristina Morales, quien proclama desde Cuba su “alegría” porque en Barcelona “haya fuego en vez de tiendas y cafeterías abiertas”.
Hablo de esa supuesta izquierda mediática que acude a TV3, o acepta la dádiva de la prensa subvencionada por el independentismo a cambio de adaptar el lenguaje a las pautas de falsa tolerancia que exige el relato del supremacismo nacionalista y, conscientemente, asume con su presencia el penoso papel de tertuliano-coartada de una pluralidad ficticia; hablo de esa supuesta izquierda que por el día come de la mano del Ibex-35 y en la tarde-noche se reboza en un amarillismo ramplón y populista.
Y también hablo de esa izquierda oficial que convierte los medios de comunicación públicos en una herramienta más del marketing político para promover la polarización en el convencimiento de que será por ello recompensada en las urnas y reforzar la imagen de Pedro Sánchez como única alternativa posible al caos. A todo esto, con el telón de fondo de un Franco más amortizado electoralmente que Tutankamón, salvo para Vox. Alimentar al partido de Abascal-Salvini, para frenar a Casado, ha sido una de las recetas magistrales de la farmacéutica Redondo, a la vez que una mala inversión de futuro.
Reactivar a la ultraderecha para frenar a Casado
El PSOE (mejor dicho, Moncloa) diseñó una estrategia asentada en el convencimiento de que, tras la sentencia del procés, la posición central -o equidistante, según se quiera ver- de sus primos del PSC le permitiría ganar las elecciones generales en Cataluña y, fortaleciendo el perfil institucional del presidente, mantener posiciones, incluso mejorarlas, en el resto de España. Pero la violencia desatada en las calles de Barcelona ha modificado la percepción social. Incluso está por ver que el mayor acierto del Gobierno en esta crisis, la mesura en la reacción, vaya a producir algún rédito el 10-N.
Todo está abierto. Queda aún lo más importante, la campaña, la recta final, pero hoy la sensación es de debilidad, de que lo que ha provocado la repetición electoral (el predominio del marketing frente a la política) es dividir aún más al constitucionalismo, reactivar a la ultraderecha, acelerar la recuperación del PP y poner en riesgo la mayoría en el Senado, amén de liquidar la opción de formar un gobierno sólido con Ciudadanos. Dicho científicamente: haber hecho un pan como unas hostias.
No hay alternativa, pero Sánchez ya no es percibido desde ERC como el ‘socio’ más idóneo para afrontar la despresurización temporal del procés
Todo, insisto, puede cambiar pero, hoy por hoy, para muchos votantes, cuadros y algunos dirigentes socialistas, Sánchez ha dejado de ser el parapeto confiable frente a la inestabilidad y el pulso independentista. A esto hay que añadir la “mala noticia” de que, tras los acontecimientos de estos días, desde Esquerra un Sánchez desgastado ya no es percibido como el “socio” más deseable para afrontar la despresurización temporal del procés.
La combinación de los mensajes de ambas izquierdas, la oficial-tacticista y esa otra tan frívolamente distanciada de los mortales, conforma un panorama muy poco alentador para la izquierda real, la que sufre a diario las consecuencias de la fabulación política, del extravío conceptual, de la mediocridad intelectual y de la desconexión de dirigentes y líderes de opinión de la vida real. ¿Dónde está la izquierda? ¿En qué rincón de la memoria se ha quedado atascada aquella izquierda lúcida y pragmática que se enganchó a la historia sin mirar atrás, que se retrató sin complejos con la bandera constitucional y no únicamente cuando lo aconsejaban las encuestas?
Miren lo que escribía hace días en El Mundo Plácido Fernández-Viagas Bartolomé, antiguo militante comunista, doctor de Ciencia Política y exmagistrado: “Y lo peor es que si limitan la acción política a actuaciones demagógicas como la recuperación de la propaganda antifranquista, olvidando reales problemas como el de la inteligencia artificial, la crisis demográfica, el control de la intimidad, la persecución inquisitorial de los disidentes o la actuación irresponsable de los independentistas, terminarán por destruirnos. Eso sí, con alarde gestual e invocaciones cursis al progreso”.
Poco más se puede que añadir.