Opinión

Escohotado y los solistas de Casado

Hace unos años me acerqué a unas jornadas que celebraba una asociación de estudiantes liberales en Madrid en las que participaba Antonio Escohotado. Acababa de leer el tercer volumen de

Hace unos años me acerqué a unas jornadas que celebraba una asociación de estudiantes liberales en Madrid en las que participaba Antonio Escohotado. Acababa de leer el tercer volumen de Los enemigos del comercio. De Lenin a nuestros días y sentía una necesidad casi hipnótica de escuchar de cerca a quien había iluminado de tal modo la más tenebrosa pesadilla que la humanidad ha padecido. No quise entrar a la conferencia que precedía a la suya que se alargaba por ordinaria y sin interés, otro “combate dialéctico” entre Juan Ramón Rallo y Juan Carlos Monedero, al que la derecha siempre ha ofrecido las plataformas y los altavoces con una generosidad jamás correspondida, tratándole con exceso de agradecimiento. Patologías sectarias.

Esperé en los jardines buscando un lugar tranquilo y allí casi tropecé con un paciente Escohotado, con su cigarrillo, aunque mirando el reloj por el retraso en su conferencia. Padezco una timidez irremediable en los primeros momentos, casi una imposibilidad física para hablar por primera vez con quien me interesa. Aún así, recorrí los pocos pasos que nos separaban sin saber qué decir y acabé interrumpiendo sus pensamientos con algo mundano: “¿Me da fuego, por favor?”. Levantó la cabeza despacio y con una mirada reposada en mí, profunda y despierta, me dijo con una sonrisa canalla: “Es lo más sugerente que he escuchado hoy”. Dejé de fumar para siempre tiempo después, pero aún me dura la sonrisa que me dedicó en ese momento.

Había leído a Escohotado durante mucho tiempo en esa monumental obra de la Historia moral de la propiedad. Me había ayudado a pensar mejor, en profundidad, a conocer más la oscura y luminosa complejidad de la condición humana y que la verdad es un compromiso moral. Todo ello como forma de dignificación personal del individuo, sin más pretensión que ésa, liberarle de toda colectivización construyéndose así mismo como persona valiosa para la sociedad, como individuo moral e intelectualmente honesto.

Hay algo preocupante en el discurso de Pablo Casado en Granada pronunciado antes del Francomisa Gate: “El PP es una gran orquesta, aquí no caben los solistas. Somos una orquesta afinada, armónica, lo que prima es una partitura fuerte, unida sincronizada, no la suma de planes individualistas. El personalismo no cabe en el PP. Eso es lo que hemos visto en el PSOE, y así están”.

Acierta el presidente del PP cuando asegura que lo importante en un partido es el proyecto común y que para poder llevarlo a cabo requiere un liderazgo

Creo que las metáforas, especialmente las náuticas, debieran ser desterradas de los discursos políticos dirigidos a adultos. Al parecer, las musicales tampoco funcionan. Acierta el presidente del PP cuando dice que lo importante en un partido es el proyecto común y que para poder llevarlo a cabo requiere un liderazgo. Sin uno claro no ganaría nunca ni el mejor proyecto. Pero su discurso, aunque pretende callar a Isabel Díaz Ayuso, —no se dirige a Cayetana, ya desterrada del partido sin poder alguno y sólo nombrada para compararla con ella con manifiesta maldad— acaba traicionando los pilares ideológicos que un partido liberal conservador, o al menos que defienda la democracia liberal, debería enarbolar: al individuo frente a la colectivización de la izquierda.

En un partido político, especialmente en uno con vocación liberal, se podrían valorar las personas que son capaces de conseguir votos defendiendo el proyecto común, que encarnen valores y capacidades. Todo ataque a la personalidad, a la valía individual, es un ataque a los principios ideológicos y sobre todo al votante, al que se le priva de lo que pueda inspirar su confianza, compromiso y convicción política pretendiendo secuestrar sus opciones de voto.

Rompiendo toda colectivización al servicio de la sociedad, pero trabajando en equipo con sus consejeros y haciendo pedagogía sobre los principios liberales de la derecha madrileña, son lo que cultivó y cautivó al votante de Ayuso

Isabel Díaz Ayuso empezó a conquistar Madrid por lo que hizo durante la pandemia: antepuso la salvación de los madrileños a su propia supervivencia política ante el ataque furibundo y peligroso del Gobierno y sus medios, dispuesto a poner en riesgo la vida de los madrileños para conseguir su objetivo político, y el abandono del resto de su partido, siempre deseoso de buena prensa entre los que les hacen campañas miserables. La última a Pablo Casado con la Francomisa.

Aquel ejercicio de libertad, de personalismo, de individualidad de Ayuso, rompiendo toda colectivización al servicio de la sociedad, pero trabajando en equipo con sus consejeros y haciendo pedagogía sobre los principios liberales de la derecha madrileña, son lo que cultivó y cautivó al votante, distinto de hacerlo cautivo. “Nada emancipa tanto al juicio de prejuicios como pasar de lo hipotético a lo efectivo”, como dijo Escohotado. La confianza en una persona que antepondrá el bien de los ciudadanos al interés político propio sin miedo a rodearse de otras personalidades.

Más allá de Pedro Sánchez no existe nada en el PSOE, sólo Bildu y ERC. Esta semana se ha anunciado con normalidad y una apestosa tranquilidad en los medios los presupuestos pactados con Otegi colonizando a la vez Navarra y su legitimidad en la mesa de poder de la política española. Éste es el estado de gravedad de las cosas. No se puede prescindir de nadie dispuesto a combatirlo y capaz de erosionarlo. El político colectivizado no puede transformar la realidad, sólo confundirse en ella. Unir a sospechosas solistas evita quedarse solo.

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