Lo primero, felicitar al ganador de las elecciones generales. Ya no podremos llamar a Pedro Sánchez Castejón presidente por accidente o presidente okupa. Ha ganado claramente la justa electoral con el 28,68% (7.480.755) de los votos emitidos, porcentaje casi calcado al que Alfredo Pérez Rubalcaba obtuvo (28,76%) en las generales del 20 de noviembre de 2011, aunque con menos votos (7.003.511) y menos escaños (110 frente a 123), básicamente porque el PP de Mariano Rajoy arrasó entonces con el 44,63% de los votos (10.866.566) y 186 diputados, una cómoda mayoría absoluta que no sirvió para nada o casi, porque aquella fue la mejor ocasión que vieron los siglos para haber cambiado de punta a cabo un país que se caía a pedazos tras la gestión de Zapatero, dilapidada por la cobarde ineptitud del personaje. Aquel resultado dejó malherido a un político que terminaría arrojando la toalla tras las europeas de mayo de 2014. El 28,76% de los sufragios significó el final de la carrera de Rubalcaba, mientras un 28,68% parece haber supuesto ahora una enorme victoria de Sánchez. Lo que va de ayer a hoy, o el tiempo de rebajas que vivimos en el que un par de huevos fritos son considerados un pantagruélico banquete.
El espanto provocado en el votante de izquierda por la aparición de Vox y la división de la derecha le han hecho el trabajo sucio a la izquierda. La operación Vox se ha demostrado ruinosa. Es lo que hay. Una parte importante del electorado español no cree en la eventual ruptura de la unidad y mucho menos en que ello vaya a poner en peligro su modo de vida, ni que Podemos entrañe un riesgo de futuro a la venezolana manera, ni le molesta el uso arbitrario del Falcon, ni la utilización partidaria de las instituciones, ni la colocación de conmilitones en todas las empresas públicas, ni la presencia de una comisaria política al frente de RTVE, ni el uso del BOE para la campaña electoral, un viernes sí y otro también, con el dinero de todos, ni cree que la izquierda pueda ser acusada de lesa corrupción, porque ese es pecado mortal exclusivo de la derecha. Esa parte de España vive tranquila bajo el paraguas de un gran Estado benefactor de imposible financiación. Esa mayoría rehúye el conflicto y busca el apaisement con el nacionalismo, cuyos excesos disculpa como pecadillos veniales. Alucina con el alarmismo de la derecha, que entiende como un puro delirio. No ve ningún peligro para España. Son las dos Españas.
Es la misma mayoría que rechaza de plano las malas noticias. Sobre cómo financiar las pensiones, por ejemplo. O cómo atender el funcionamiento de nuestro Estado del Bienestar, asunto que obligó al Tesoro a endeudarse el año pasado en casi 30.000 millones, cifras que se van añadiendo a una deuda escandalosa. La gente quiere que el Estado le atienda gratis total en todas sus necesidades, y la clase política se aplica con gusto a satisfacerle. ¿Los ciudadanos quieren deuda? Pues venga deuda, vayan días y vengan ollas. Alguien lo pagará, o no. Nadie quiere problemas. Y si ese alguien intenta explicar la situación del déficit, de la deuda pública o de Cataluña, lo ignoran cuando no directamente lo acantean. La mayoría silenciosa no quiere saber. No va con ellos. Por eso Sánchez lo ha tenido fácil: se trataba de no alarmar a nadie y apaciguar a todos con un buenismo plagado de lugares comunes, tal que la igualdad, el futuro, la justicia social y por ahí. Y de mirar hacia otra parte cuando el monstruo que amenaza el sesteo del día a día se presenta ante Juan Español en pelota picada. Los mítines de Sánchez.
Esa mayoría de izquierda, tan asustadiza con los discursos de Vox, no ha movido una ceja ante el espectáculo del temible Robespierre de Podemos que, dispuesto a llevar a cabo la revolución de los pobres, ha empezado por hacerla en su propio beneficio comprándose una mansión en Galapagar valorada en 1,2 millones. Podemos ha perdido 29 escaños y un millón largo de votos, pero lo asombroso es que haya conservado hasta 42 tras un episodio que aúna desfachatez e insulto a la inteligencia ajena en las dosis oportunas. Es la tipología del español medio, adecuadamente macerado durante años por el discurso del buenismo zapateril mediante el bombardeo de unos medios de comunicación y una cultureta en general controlada por la izquierda progre. Iglesias es uno de los grandes derrotados del domingo, aunque el partido que a él le interesa está por jugar: consiste en pegarse como una lapa al próximo Gobierno Sánchez, con mano en la gestión de la política económica. La amenaza de más gasto público y más impuestos está presente como nunca. Un cóctel explosivo para una economía en desaceleración y en un entorno internacional muy adverso, con el binomio déficit/deuda llamado a presionar más pronto que tarde sobre la prima de riesgo. Es la gran preocupación del mundo empresarial, en general, y de las clases medias, en particular.
La imposible coalición PSOE-Ciudadanos
De la pesadilla podría sacarnos con ventaja una coalición de Gobierno PSOE-Ciudadanos, una fórmula que daría estabilidad a la legislatura y sobre todo mantendría bien atado a Sánchez por el ronzal de sus desatinos, porque Cs impondría cordura en la gestión pública y confianza en la aplicación de la ley ante los desmanes del separatismo. Sea como fuere, ese pacto parece muy difícil a día de hoy, desde luego imposible antes de las municipales y autonómicas del 26 de mayo, momento en que habrá que estar atentos a la labor de zapa de la gran banca sobre Albert Rivera, y de Bruselas sobre Sánchez. La presión podría llegar a ser insoportable para el líder naranja. Curiosa la forma en que algunos medios de la derecha presionan a Cs para que acepte un sacrificio que, sin embargo, no reclaman de Casado y al PP. Como ayer aseguraba aquí Álvaro Nieto, “Rivera tiene que elegir: o la estabilidad de España o un posible futuro más halagüeño para él y su partido”. Al margen del desdén que ambos se profesan, ocurre que el líder de Cs está metido de hoz y coz en una operación de gran calado consistente en protagonizar el reagrupamiento del centro derecha español bajo las siglas de Cs y su personal caudillaje, lo cual implica terminar de enterrar a un PP cuyo futuro quedó el domingo seriamente comprometido.
Reinar sobre ese cadáver es ahora mismo algo más que una simple ensoñación para Cs. Y entrar a formar parte de un Gobierno de Sánchez supondría desviar el tiro de la escopeta naranja comprometiendo la operación. Pocas veces un político en el comienzo de su carrera habrá sido objeto de un castigo tan inmerecido como el recibido el domingo por Pablo Casado. Una monumental patada a Rajoy en el culo de Casado. El gallego indolente ha dejado el PP convertido en un montón de escombros, a pesar de lo cual el palentino lo ha sacado a lucir palmito en un par de mítines. Inexplicable. Mucho se ha escrito aquí sobre la conducta de un personaje que empezó expulsando del partido a liberales y conservadores (congreso de Valencia) y terminó sirviendo en bandeja a Sánchez (“Dimita, señor Rajoy, y la moción de censura habrá terminado”) el Gobierno de España. En el pecado de no haber entrado en Génova con el lanzallamas lleva Casado su penitencia.
Las incertidumbres son numerosas. Cuando amenaza mar gruesa por la proa, es obligado ponerse a la capa. Empezando por Cataluña, “una sociedad rota e irrespirable, cuyos medios de comunicación, públicos y privados, siguen intentando exprimir un golpe de Estado que continúan jaleando; una forma de excepción democrática, una absoluta anomalía donde los espacios públicos siguen tomados por los separatistas” (Juan Carlos Girauta). Aunque ha logrado un total de 1.626.001 votos, cifra equivalente al 39,38% del sufragio, el separatismo catalán ha subido su representación en el Congreso de 17 a 22 diputados, mientras que el nacionalismo vasco ha pasado de 7 a 10. No menos preocupante es la deriva económica. No hay margen para aumentar gastos y subir impuestos en un contexto de desaceleración, en el actual escenario internacional y con un déficit estructural alto. ¿Qué Gobierno formará Sánchez? Ninguna de las dos fórmulas que se han barajado –el gabinete monocolor, con apoyos puntuales en la Cámara, o un Ejecutivo en el que podría entrar Podemos- se antojan equipaje suficiente como para aguantar cuatro años de legislatura, con envites tan cruciales por delante como el del separatismo o el puramente económico.
Conociendo al personaje (capaz de sorprender al personal por cualquier registro inesperado), la derecha debe hacerse a la idea de que tiene Pedro Sánchez al menos para cuatro años, que serán ocho a poco que se despiste y demore esa inexcusable refundación en un único centro derecha liberal, está por ver si protagonizada por Cs sobre las cenizas del PP o mediante cualquier otra fórmula. En condiciones de máxima movilización de la izquierda, la diferencia entre bloques (suma de votos de PSOE y Podemos, por un lado, y PP, Cs y Vox, por otro) es apenas de 44.000 votos en números redondos. Esta eliminatoria tiene partido de vuelta, y se jugará dentro de 26 días. Que los riesgos por delante sean muchos y muy graves para el país no debe justificar, en modo alguno, el encastillamiento en posiciones desmesuradas o fatalistas. A lo largo de su historia, España ha atravesado situaciones mucho más complicadas, mucho más dramáticas, que ha sabido sortear (a veces con sangre, cierto) para llegar con bien hasta aquí. Sánchez ha ganado limpiamente las generales y tiene todo el derecho en democracia a dirigir la acción de Gobierno, faltaría más, mientras la oposición tiene la obligación de hacer examen de conciencia y proponer soluciones de futuro que convenzan cuanto antes a una mayoría de españoles. Lejos de nosotros los estériles derrotismos. La España constitucional es mucho más fuerte de lo que creen sus enemigos.