Opinión

Un Estado democrático innecesariamente débil

Tanto el excesivo individualismo como la débil respuesta por parte del Estado conducen a una sociedad huidiza y triste, temerosa del prójimo y forzada a buscar refugio en canallas, tiranos y señores feudales

  • Cárcel en El Salvador. -

Recientemente, en su labor de difusión diaria, la Real Academia Española (RAE) recogió en sus redes sociales la palabra ‘lenidad’ —del latín lenitas—: «Blandura en exigir el cumplimiento de los deberes o en castigar las faltas». Más que la palabra del día, ¿no es acaso la que describe a nuestra sociedad? Imagino que a algunos lectores les vendrá inmediatamente a la cabeza la corrupción que envuelve al Gobierno de Pedro Sánchez, ya sea por la anulación de condenas a políticos del PSOE por los ERE de Andalucía, a través de un Tribunal Constitucional de mayoría gubernamental —progresista conservador son eufemismos utilizados para despistar—; o por dar impunidad a los dirigentes de un separatismo golpista a cambio de permanecer más tiempo en la Moncloa, entre otros casos que aún se investigan. Pero el problema llega mucho más lejos, y la corrupción política ni siquiera es su mayor expresión.

Partiendo de dicha definición, el asunto puede abordarse desde al menos dos perspectivas. La primera de ellas tiene que ver con el individualismo imperante, aquel que rechaza por lo general cualquier sentido del deber hacia la comunidad que nos da cobijo. Una de las justificaciones habituales del sistema de producción capitalista es que la suma de los egoísmos aislados produce —a través de la manida mano invisible— una relación armónica, o al menos la más armónica posible, en la que el bien común se ve satisfecho mientras cada cual mira por lo suyo. Que se lo expliquen, por ejemplo, a las familias expulsadas por el egoísmo de un fondo extranjero de inversión que compra un edificio para hacer negocio; o a aquellas otras que ponen una vivienda en alquiler y sufren un calvario si dan con un vividor. Que se lo cuenten a los temporeros que trabajan el campo por una miseria y duermen entre plásticos y chapas, o a los empresarios agricultores, ganaderos y pescadores cuyos productos venden a precio ridículo para después ver cómo se infla al llegar a los supermercados. Traten de hacer ver las bondades del egoísmo a una mujer violada por el capricho de un desgraciado. No, la suma de egoísmos no hace armónica una sociedad. La hace conflictiva, lo cual significa que unos ganan y otros pierden; que no media relación alguna de justicia, sino de poder.

En buena parte de la ciudadanía, el individualismo que desprecia el deber se asemeja a una eterna fase adolescente, en la cual nada tiene mayor peso que el interés propio. Se manifiesta cuando a algunos vecinos les importa poco o nada que uno quiera dormir porque madruga al día siguiente; cuando un grupo de amigos se va de vacaciones a un apartamento turístico —donde antes vivía una de aquellas familias, ahora regentado por el fondo de inversión—; o cuando alguien decide beber o drogarse antes de ponerse al volante. Lo vimos incluso durante los peores momentos de la pandemia, cuando ir de fiesta era para algunos más importante que proteger la vida no ya de sus conciudadanos, sino de sus propios convivientes. Y no mencionemos las estadísticas que recogen cuántos españoles estarían dispuestos a defender su país con las armas si fuese necesario. El deber ha muerto para una mayoría, y está bien enterrado. Es la era del consumidor voraz.

Determinados barrios son lo más parecido a una ciudad sin ley, en los cuales hasta los operarios de limpieza o las fuerzas del orden tienen problemas para realizar su labor

La otra perspectiva desde la que tratar el asunto de la ‘lenidad’ es la del castigo de las conductas punibles. En un contexto de delincuencia creciente, las agresiones al personal sanitario, educativo, policial y de prisiones no dejan de aumentar. Grupos criminales reincidentes actúan a diario a plena luz del día en lugares públicos sin que haya grandes problemas para identificarlos. Determinados barrios son lo más parecido a una ciudad sin ley, en los cuales hasta los operarios de limpieza o las fuerzas del orden tienen problemas para realizar su labor.

Si observamos la experiencia de países donde la delincuencia organizada ha tenido gran influencia —como México, Colombia o El Salvador—, podría parecer que los Estados democráticos son débiles e incapaces de solventar el problema, y que tiene que llegar una figura fuerte para atajarlo de una vez por todas, aunque para ello se deba terminar con importantes garantías jurídicas y con los controles sobre el poder político. Algunos dirán que es mejor tener seguridad sin democracia, que democracia sin seguridad. Una falsa dicotomía, pero que se asienta en la realidad presente de nuestras sociedades. Si surgen personalidades políticas como la de Nayib Bukele, es porque ninguno de los Gobiernos anteriores cumplió la función más básica que tiene un Estado: que sus habitantes puedan salir de sus viviendas sin temor a ser depredados por otros. 

En países como el nuestro, donde habitualmente lo bueno se da por hecho —hasta que se pierde—, conceptos como la autoridad, el deber, la seguridad o el orden son vistos con desdén o recelo por algunos ciudadanos, unas veces con aburrida indiferencia y otras con inmerecida sospecha. Parece como si la democracia tuviera que ser permisiva con el mal para existir. ¿Por qué un Estado democrático y de derecho debe ser indulgente y blando? ¿Por qué no puede proteger con firmeza la autoridad de sus servidores públicos y dotarlos con recursos suficientes? ¿Por qué no puede controlar sus fronteras sin ser acusado de las peores fobias? ¿Por qué aceptar que sus calles sean un lugar hostil para la gente honrada, o que los problemas que favorecen la delincuencia sean asumidos como irresolubles? Todas estas preguntas tienen que ver con la maldita lenidad. 

Tanto el excesivo individualismo como la débil respuesta por parte del Estado conducen a una sociedad huidiza y triste, temerosa del prójimo y forzada a buscar refugio en canallas, tiranos y señores feudales. Para que exista una comunidad que goce de buena salud, que complemente la sana individualidad con el bien común, se requiere un código ético y una moral firmes que entiendan como un mal la depredación de otras personas, y que hagan de la virtud el primer escudo frente a las conductas antisociales. Junto a ello, es imprescindible un Estado democrático fuerte que haga imperar la ley sin vacilación; y que, en su justa dureza, sea tan respetado por los ciudadanos y extranjeros residentes, como temido por los delincuentes, los parásitos de la sociedad. La debilidad es innecesaria y contraproducente para la defensa de las libertades.

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