Tanto hablar de las “fake news” de Donald Trump o Vladímir Putin, y resulta que tenemos delante de nuestras narices un bulo del tamaño de una catedral, alimentado durante diez años por periodistas afanosos, oportunistas sin escrúpulos y políticos irresponsables: “la trama de los bebés robados en el franquismo”.
Su cabeza más visible ha sido Inés Madrigal, la mujer que acusó a un médico octogenario de haberla robado a su madre para regalarla a otra familia en 1969. Los jueces admitieron la querella y condenaron al doctor por “tráfico de bebés”. “La justicia certifica por primera vez que en España se robaron niños”, clamaban los titulares. Pues bien, Madrigal acaba de reconocer, tras reunirse con su familia biológica, que fue entregada en adopción de forma voluntaria por su progenitora, ya fallecida.
El desenlace deja a los pies de los caballos a las juezas de la Audiencia Provincial de Madrid que hallaron culpable “de forma incontestable” al doctor Eduardo Vela, que a sus 85 años ha sufrido un calvario judicial infame. Pero sobre todo ha empezado a desmontar una gran estafa, germinada al calor de la histeria colectiva y la querencia por las teorías de la conspiración.
Después de contabilizarse 2.000 denuncias, ¿cuántos casos de robo de niños en España se han probado en todos estos años? Ni uno
Lo que empezó con un artículo periodístico allá por los años 80 sobre un hospital madrileño se ha convertido en un relato tan irresistible como abracadabrante: una trama criminal de robo de niños en la dictadura franquista, que se apropió de 30.000 a 300.000 bebés (los cálculos son laxos) de madres republicanas primero y pobres después, para darlos a familias conservadoras y ricas. Todo ello perpetrado por monjas y curas perversos, que hacían creer a las parturientas que sus hijos habían muerto. Los años: desde 1938 a los noventa: a ver, es estirar un poco el franquismo, pero es para darle continuidad histórica.
A partir de ahí han florecido decenas de asociaciones, plataformas, observatorios, asesores, 2.000 denuncias, visitas de europarlamentarios, una oficina de Atención a las Víctimas dependiente del Ministerio de Justicia con 27 sucursales provinciales que brindan asistencia jurídica y psicológica, a lo que está previsto que se sumen una fiscalía y una unidad de policía especializadas y una Comisión Estatal. Más un par de documentales, libros y dos telenovelas de Tele5 y Antena3.
A todo esto, ¿cuántos casos de robo de niños en España se han probado en todos estos años? Ni uno.
522 denuncias han sido admitidas a trámite. Y los análisis de ADN practicados hasta ahora en 81 casos han certificado que los bebés cuyos padres daban por robados habían fallecido realmente. Forenses prestigiosos como Antonio Alonso o Rafael Bañón no han encontrado indicios de una trama de robo de bebés, como tampoco los halló la comisión de investigación creada en el Parlamento navarro ni la fiscalía del País Vasco.
El caso recuerda a otro paradigma de “fake news” surgido en los años noventa: el tráfico de órganos infantiles en América Latina, una versión moderna de Hansel y Gretel que tiene como protagonistas a familias extranjeras (de preferencia, estadounidenses e israelíes) que compraban niños pobres latinoamericanos para destinarlos a trasplantes. El bulo, propagado por la KGB en el ocaso de la Guerra Fría, triunfó en su momento gracias a los tontos útiles de siempre (periodistas, ONG, políticos) y un público crédulo.
El nada inocente paralelismo del juez Garzón
En la trama de los bebés españoles, la clave parece estar en una serie de personajes expertos en buscarse nichos (o chiringuitos). Destaca el exjuez Baltasar Garzón, que en su afán por exprimir profesionalmente la dictadura acuñó allá por 2008 la feliz categoría de los niños robados del franquismo, pretendiendo hacer un paralelismo nada inocente con lo ocurrido con la dictadura de Argentina.
A partir de ahí se va construyendo un fiasco monumental en el que no faltan las aportaciones teóricas de un par de antropólogos (una de ellos vincula “la detención ilegal de recién nacidos” a la Inquisición, la Alemania nazi y a Antonio Vallejo-Nájera) que presiden, como no podía ser menos, observatorios y federaciones ad hoc, abogados y madres que denuncian supuestos robos de hijos en los años ochenta, pese a lo cual ejercen como víctimas del franquismo.
Con todo, como siempre, la responsabilidad mayor recae en los medios de comunicación. Un repaso de la cobertura informativa pone los pelos de punta. Los periodistas compran con los ojos cerrados cualquier testimonio, por absurdo que pareciera, incapaces de tomar distancia crítica incluso en casos cuyos protagonistas pedían a gritos apoyo psicoterapéutico.
Es memorable la crónica de El País que anunciaba el reencuentro de una “niña robada” en 1959 con su gemela, a quien había localizado por Internet. Quizás la periodista debió haber esperado los resultados del análisis genético, que descartó cualquier parentesco entre las dos mujeres. “Que el ADN diga lo que quiera, pero María José y yo somos gemelas”, concluían. Pues nada.
La mayoría de la prensa, incapaz de tomar distancia crítica, ha comprado con los ojos cerrados cualquier testimonio, por absurdo que pareciera
Lo que sí reflejan esos testimonios son casos de adopciones irregulares, con o sin pago, donde muchas veces no se firmaba consentimientos y se registraba como madre biológica a la mujer que recibía al bebé. Hasta 1987, las adopciones se realizaban como acuerdos privados entre dos partes y muchas veces las entidades religiosas servían como intermediarias porque justamente a ellas acudían mujeres que no deseaban o no podían hacerse cargo de los hijos. Y reflejan casos de hijos que tras saber que han sido adoptados se resisten a creer que pudieron ser abandonados. O madres que abrigan esperanzas de que sus hijos no hayan muerto.
Más que una trama de robos, lo que los forenses están encontrando es una “psicosis colectiva”, como le decía Francisco Etxeberria a Manuel Ansede, cuya cobertura en El País ha sido un sano contrapunto. Ayer leía en Twitter el hilo de un periodista, Diego Barcala. Contaba cómo hace diez años, en plena vorágine de la Memoria Histórica, empezó a cubrir el tema de los niños desaparecidos. “La historia no podía ser más atractiva, bebés robados como en Argentina y Chile. Tenía sentido. Entrevisté a las hijas y madres, como a Inés Madrigal y muchos otros. Saqué una conclusión: esta gente no tiene pruebas. Todo eran lugares comunes: se la quitaron de los brazos, no vio el cadáver, una monja muy mala se encargó de todo. Qué buena pinta para ser portadas y libros. Pero insisto: no había pruebas. (…) Luché con jefes y fuentes para defender que no había tema. Daba igual. La corriente mediática llevó a estos denunciantes a ministerios, libros, editoriales, programas políticos. Otro caso más de ego periodístico junto con intereses políticos. Una combinación habitual”. Diego Barcala escribe en Líbero. Preciosa revista, por cierto.