Imagino que muchos de ustedes lo habrán visto. Patria, la serie de televisión que ha creado Aitor Gabilondo para HBO a partir de la tremenda novela de Fernando Aramburu, se ha estrenado (al menos el primer capítulo) en una cadena de televisión que no voy a mencionar, porque me sube el ácido úrico. Pero no deja de asombrarme que esta obra maestra comparta parrilla con todo género de sálvames, anarrosas, terelus, lidias, patiños, matamoros y demás saltimbanquis que están ahí, como la propia cadena, para estupidizar a la gente, lo cual tiene efectos políticos y electorales que ya nadie con un mínimo de información se atreve a discutir. El fenómeno comenzó en Italia y así les ha lucido el pelo, entre berlusconis y salvinis. Hace ya tiempo que lo tenemos aquí y los resultados son, en esencia, parecidos: vamos de torras a abascales, y de abascales a podemos, y de podemos a Pilatos, mientras la rueda de nuestro país se despeña sin remedio. Esa cadena no es la única causa, de más está decirlo. Pero es una de ellas. Y yo creo que importante.
Pero tiene gracia ver la enorme publicidad que nuestros berlusconcitos le están haciendo a Patria, que es todo lo contrario de lo que ellos hacen todos los días. Esta es una serie muy grande, hecha para pensar y con la intención más que obvia de relatar un pasado tan reciente como –ahí quiero llegar– inútil. Es un trabajo inmenso y cuidadísimo que va directo a la cabeza más que al corazón, o a las tripas, o a las palomitas, o a la baba que cae, o al picor de ingles bajo el pijama, o adonde sea que vayan casi todos los demás programas de esa cadena. Ver las tremendas imágenes, el espléndido grafismo creado para la serie, la música de Fernando Velázquez en medio de toneladas de anuncios o de autopublicidad de la basura habitual, pues hombre, tiene su gracia.
Todos son personas, con sus más y sus menos, sus reacciones, sus debilidades, sus risas, su dolor y sobre todo sus miedos. Aquí no salen ni Batman ni el Joker ni la madrastra de Blancanieves
Yo he visto más de un capítulo. No les diré cuántos y menos aún les voy a hacer lo que ahora llaman spoilers; quiero decir que no les voy a contar nada que no hayan visto, o podido ver, ustedes mismos. Pero sí quiero adelantarles una cosa: esta es una historia de seres humanos. Quienes estén buscando estereotipos, clichés, héroes y villanos puros, o sea personajes inventados, es mejor que no la vean. El que exija desde el principio su dosis de indignación o de rabia o de odio, perderá el tiempo. Porque en la serie hay odio, desde luego que sí; seguramente es uno de los ingredientes más abundantes, aunque no es el único. Pero esto es lo principal: todos son personas, con sus más y sus menos, sus reacciones, sus debilidades, sus risas, su dolor y sobre todo sus miedos. Aquí no salen ni Batman ni el Joker ni la madrastra de Blancanieves.
Aramburu en la novela, y Gabilondo en la serie, no inventan absolutamente nada, aunque todos los personajes sean ficticios. Cuentan exactamente lo que les pasó a miles y miles de familias del País Vasco, en realidad a toda la sociedad vasca: que sufrió un cáncer, alimentado por la espiral de locura y de odio de algunas personas (que fueron, en realidad, muchísimas), cuyo resultado inmediato fue partir en dos a esa misma sociedad. El odio, al que se hizo arder con una gasolina peligrosísima (la idea de la Patria irredenta, ideal, mítica, el sueño de la felicidad a través de la liberación “heroica”, la lucha por el “pueblo”) destrozó no solo personas, que fue lo primero que hizo porque desgarró a varias generaciones de seres humanos. Enfrentó a familias enteras y, como se ve en la serie, hizo reventar a esas mismas familias.
El crimen y el miedo
Lo ha dicho Fernando Savater: la serie es milagrosa porque muchísima gente, fuera del País Vasco, no sabía (no sabíamos) que el terrorismo fuese así, que tuviese unas consecuencias tan devastadoras para todo el mundo. La escena de Bittori, una de las dos grandes madres de la narración, sentada en el suelo, abrazada al cadáver de su marido recién asesinado en medio de una lluvia que no se acaba nunca, es brutal no solo por ese cuadro, que se parece a la Pietà de Miguel Ángel. Lo peor de todo, el verdadero espanto, es que la calle está completamente vacía. Que a los gritos de la mujer pidiendo ayuda no contesta absolutamente nadie, nadie, nadie. Y todos los están oyendo desde sus casas. Eso pasó. Eso mismo pasó decenas, cientos de veces. El crimen respondido con el miedo o, peor aún, con la complicidad cobarde de multitudes enteras. Eso ocurrió tal y como lo cuenta la serie. Y quizá lo sabíamos. Lo que pasa es que no lo habíamos visto.
Pero ese fue solo el primer resultado del terror. El segundo, el más importante, es este: ninguno. No pasó nada. No consiguieron nada más que hacer daño a todo el mundo. Fueron unos asesinos, sin duda, pero sobre todo fueron una panda de inútiles que no supieron provocar más que sufrimiento, en los demás y en ellos mismos.
Una palabra que se oye mucho cuando se habla de esto es relato. Es importante porque, al final, el relato (la narración, el concepto sintético y ordenado de lo ocurrido) es lo que queda en la memoria de las gentes. Con suerte, durante generaciones. Y con más suerte aún, en la historia.
El relato definitivo de aquel horror lo escriben, lo están escribiendo ya, en primer lugar los creadores: los escritores, los artistas, los compositores, la gente del cine
Y aquellos bestias, aquellos zánganos que se creían héroes o liberadores o sabe Dios qué otra idiotez, han perdido el relato. Eso ya no tiene remedio. Porque el relato no lo escriben ellos con sus invenciones patrioteras. El relato definitivo de aquel horror lo escriben, lo están escribiendo ya, en primer lugar los creadores: los escritores, los artistas, los compositores, la gente del cine. Y no hay forma de hilar una narración, un guion, una música, un cuadro, en el que esa gentuza quede bien. Nadie lo ha hecho. Y más que probablemente nadie lo hará.
Hasta donde yo recuerdo ahora mismo, la historia de ese medio siglo de agonía en el País Vasco ha producido, a fecha de hoy, cuatro obras maestras incontestables. Una fue la serie de Jon Sistiaga, ETA, el fin del silencio, en la que las víctimas charlaban con los asesinos por primera vez. Otra, la de Michel Gaztambide, Alejandro Hernández y Mariano Barroso: La línea invisible, que relataba con mano maestra el nacimiento de ETA; los primeros y jovencísimos soñadores manejados desde lejos por los primeros hijos de perra. La tercera fue la novela de Aramburu. Y esta serie de Gabilondo es la cuarta. Todas son diferentes, pero en todas llega el lector, o el espectador, a la misma conclusión: ni “Patria” ni leches. Era todo un cuento, una construcción puramente imaginaria, una locura colectiva y retroalimentada en sí misma que no tenía ningún futuro, ninguna verdadera razón, ningún sentido, ningún contacto con la realidad. Pero que destruyó la realidad que sí existía y en la que vivían todos. Eso fue lo único que consiguieron. Todo lo que consiguieron. Nada.
Ojalá se sigan haciendo más películas, más series, más libros, más música sobre todo aquello. Porque empieza a haber en el País Vasco críos de veinte años que no saben a ciencia cierta qué fue ETA ni quién fue Miguel Ángel Blanco. Y esa generación, la siguiente, la nueva, es la destinataria natural del famoso relato. Y la función de todo relato es, como dice Gorka Landaburu (otra víctima de ETA), ser recordado para que quienes vayan viniendo aprendan de él. Cosa difícil, como demuestra la historia, pero no imposible. Que aprendan y que, suceda lo que suceda, no permitan que aquello se repita jamás. Ni en el País Vasco ni en ninguna otra parte.