La crisis del coronavirus distorsiona nuestra realidad, la transforma y la moldea a su antojo. Ocurren cosas que nunca imaginábamos que iban a ocurrir. Tenemos la sensación de estar en una película apocalíptica de esas que jamás sentíamos como posibles aunque nos entretuvieran. Todo lo que creíamos sólido se derrite. Todo cambia. Nuestro bien más preciado, el libre albedrío, ha mutado en esa palabra ciertamente horrenda que nadie usaba y que ahora repiten hasta los bichos: confinamiento. Uno de los principales cambios experimentados en las familias confinadas es la metamorfosis de los abuelos.
En nuestra casa, como en millones de domicilios de parejas jóvenes, los más mayores han desaparecido. Los queremos tanto que, por supuesto, siguen allí metafóricamente, pero no físicamente. Ya no vienen de visita ni bajan al niño al parque ni lo recogen de la guardería ni acuden a socorrer las urgencias ni, menos aún, se quedan al cargo para que nosotros dos podamos rememorar los tiempos de vino y rosas previos a la paternidad yendo al cine o a cenar. En suma, ya no están cuando se les requiere.
Desde un punto de vista egoísta -¿existe otro?-, la ausencia de los abuelos es una verdadera cabronada. Perdido ese recurso fácil, toca apechugar y ejercer de padres más horas de lo habitual. No es por presumir, resulta un placer y espero que no nos deshereden por decirlo, pero en nuestro caso ya dedicábamos muchas horas al retoño porque un servidor es uno de esos individuos raros que trabajaba en casa antes de la reclusión y porque mi compañera goza de una jornada laboral bastante cómoda. Pero la cuestión importante ahora no es cuánto tire de los abuelos cada matrimonio. Lo que importa es cómo están viviendo los niños esa abrupta desaparición de sus abuelos.
Pongámonos en el lugar de los pequeños. De repente, sin que nadie les explique nada o aunque se lo cuenten pero sin poder entenderlo, los nietos asisten con estupefacción al cambio operado en sus queridos abuelos, que de súbito ya no son de carne y hueso porque se han convertido en unos seres que saludan, tocan instrumentos o lloran de emoción a través de una pantalla. O sea, a sus ojos los abus se han transformado en dibujos animados.
Tiene que generar desasosiego ver a tus seres queridos sólo insertos en un móvil o un ordenador, querer abrazarlos y estrujarlos pero no poder hacerlo, sentirlos tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, hablar con ellos sólo mediante pantallas. Pero ojo, que nadie se me deprima con estos retazos de nostalgia. Porque esto pasará en veinte días -ojalá sean quince- y los abuelos volverán al rescate con esa fuerza hercúlea que sacan de cualquier parte para cuidar de sus nietos. Y los niños disfrutarán otra vez de sus malcriadores favoritos.
Además, la situación también tiene sus ventajas para los mayores. Gracias a este período de tintes surrealistas, los abuelos están aprendiendo más tecnología que nunca. Lo suyo no es un curso acelerado, es un máster en cuatro días. Cosas que les sonaban disparatadas como las videollamadas de Whatsapp y las videoconferencias por Skype están pasando a formar parte de su cotidianidad con suma rapidez. Esos mismos que antes pasaban cinco minutos en modo "escribiendo" para decir "hola" empiezan a manejarse con soltura.
La verdad es que nada será igual después del enclaustre que estamos padeciendo. Sólo espero, por el bien de la cordura de los padres, que los abuelos no se conviertan en adictos a contactar con sus nietos usando esos dictadores que llevamos en el bolsillo.