“¡Entonces nada es fascismo!”, dice el alumno espabilado, esperando la aprobación del profesor. Pero aunque tenga razón se equivoca, porque en política, en la vida real, operan otras reglas. En esta campaña -y llevamos en campaña al menos desde la moción de censura de 2018-, si todo es fascismo la consecuencia directa y práctica es que todo está permitido. Si realmente el fascismo está entre nosotros, entonces el PSOE y los dos Podemos tienen vía libre para hacer y decir lo que les plazca. Han tenido vía libre para movilizar el voto usando instituciones que deben ser neutrales, para justificar o ignorar agresiones reales mientras denuncian una violencia imaginaria, y especialmente para insistir en que todo es fascismo sin que los politólogos, los intelectuales y los fact-checkers les pidan pruebas; al contrario, algunos de ellos apuntalaron el discurso con un manifiesto infernal. ¿Por qué funciona algo tan burdo? Por decirlo de manera resumida: porque a lo mejor no está en juego la democracia pero sí quién gobierna a partir del miércoles, y para ganar necesitan algo más que mensajes técnicos sobre la gestión.
En lugar de destacar el esfuerzo de los sanitarios, les animaron a mostrar su rechazo al servicio público y consiguieron que, durante un tiempo, Zendal sonase como el escenario de un videojuego de terror psicológico
Hubo un momento en que la izquierda en Madrid, especialmente el Podemos light de Errejón y Mónica García, hablaba principalmente del Zendal, el hospital de emergencias construido para hacer frente a la pandemia. En lugar de elogiar el gasto público del Gobierno autonómico, como teóricamente habría correspondido a la izquierda, se pasaron semanas denunciando que había sido un despilfarro, un “parchecito millonario”. En lugar de destacar el esfuerzo de los sanitarios allí destinados, les animaron a mostrar su rechazo al servicio público y consiguieron que, durante un tiempo, Zendal sonase como el escenario de un videojuego de terror psicológico. En enero comenzaron los fenómenos paranormales: termos para el agua caliente desenchufados, inodoros atascados con material sanitario o desaparición de aparatos para la atención a los pacientes.
En marzo llegó la convocatoria electoral, y por alguna razón en la izquierda pensaron que seguir atizando a un hospital público en medio de una emergencia sanitaria era una estrategia mejorable. Los votantes no estaban demasiado convencidos de que Madrid fuera la capital del terror, así que Sánchez decidió ser fiel a la tradición de su partido y soltó a los dóberman. Iglesias, hasta ese momento vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Derechos Sociales, entendió que su desempeño al servicio de España ya había tocado techo y apareció en escena para reforzar el relato apocalíptico. Aquel “conviene que haya tensión” de Zapatero y Gabilondo dio paso a este “conviene que haya fascismo” del otro Gabilondo y de Iglesias. Y así nos pasamos una semana entre sobres, balas y navajas ensangrentadas.
Simplemente, en un momento de la campaña se consideró aceptable tomar un fenómeno habitual, el envío de mensajes amenazadores a representantes políticos, y ampliarlo hasta convertirlo en noticia
Tuvimos nuestros días de tensión, y tuvieron al fin su fascismo. Comenzaron a aparecer sobres con mensajes amenazadores y tanto Podemos como el PSOE creyeron conveniente hacer campaña con ello. O tal vez fue al revés, tal vez necesitaban un giro en la campaña y echaron mano de los sobres. Lo que parece claro es que detrás de estas filtraciones había una selección interesada: mientras las amenazas sin autor conocido se colaban en la agenda de Gabilondo y de Iglesias, la detención de miembros del personal de seguridad de Podemos por las agresiones y las provocaciones de Vallecas no apareció en la prensa hasta hace nada, a pesar de que las detenciones se habían producido el día 15. ¿Conspiración entre los partidos, Interior y Correos? No, hombre; normalmente las cosas son más sencillas. Simplemente, en un momento de la campaña se consideró aceptable tomar un fenómeno habitual, el envío de mensajes amenazadores a representantes políticos, y ampliarlo convenientemente hasta convertirlo en munición electoral. La ministra Reyes Maroto apareció ante la prensa con una navaja que alguien le había enviado. Se trataba de una navaja pequeña y se desconocía si se trataba de una amenaza real, pero la ministra y las cámaras le dieron al asunto la dimensión necesaria.
La estrategia no funciona
La campaña de Madrid se convirtió por unas horas en la batalla de Madrid. “No vais a pasar”, gritaba Adriana Lastra en un mitin. Lo decía como si estuviera dirigiéndose a una horda de golpistas con tanques, pero el destinatario de ese mensaje resultó ser un hombre enfermo. Convenía que hubiera fascismo, y el papel le tocó a él. Por un momento llegamos a pensar que esta revelación pondría fin a los discursos dramáticos sobre el fin de la democracia, pero la campaña continuó como si nada, con enrevesadas relaciones familiares para forzar el relato y con afirmaciones que sólo unas semanas antes habrían generado multitud de titulares sobre la estigmatización de la salud mental. Aún quedaba una semana de campaña y parecía claro que esta vez la estrategia no iba a funcionar. Finalmente, cuando vieron que ese camino no llevaba a ningún sitio volvió la normalidad: el sábado el fascista ya era Almeida.
Y aquí estamos, a un día de que los madrileños decidan en las urnas qué clase de relación quieren mantener con la realidad. Si se cumplen los pronósticos mañana se demostrará que el sanchismo no es una inevitabilidad histórica y que su hacedor de relatos no es un genio invencible, sino alguien a quien la oposición decidió tratar como si lo fuera. Continuarán fabricando las mismas ficciones durante un tiempo, pero cada vez serán menos eficaces porque la trama ha entrado en bucle y el final climático nunca termina de llegar. Queda la sensación de que este cuento de fascistas y horrores ha sido un episodio demasiado largo de Scooby-Doo, aquella serie de animación en la que al final el terrible fantasma era sólo un invento de algún villano para ocultar sus propias -y terrenales- estafas.