Según se cuenta, cuando a Rafael Gómez Ortega, apodado ‘el Gallo’, le presentaron a Ortega y Gasset, el matador de toros preguntó a qué se dedicaba aquel señor. ‘Es filósofo’, le dijeron. El torero, atónito, respondió con una frase que haría fortuna: ‘Hay gente pa tó’. Más de uno se sorprenderá también al enterarse de que, por iniciativa de la Asamblea General de la Unesco, cada tercer jueves de noviembre se celebra el Día Mundial de la Filosofía, que este año ha caído el 15 de noviembre.
La celebración viene acompañada de buenas noticias para la filosofía en nuestro país. El pasado mes de octubre se alcanzó un acuerdo en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados para mejorar la situación de las asignaturas de filosofía en los planes de estudio de la Secundaria Obligatoria y Bachillerato. En el texto acordado se propone un ciclo formativo de Filosofía de tres años: Ética en cuarto de ESO, Filosofía e Historia de la Filosofía en primero y segundo de Bachillerato respectivamente. De esa manera, las asignaturas filosóficas vendrían a recuperar la posición como materias comunes y obligatorias que perdieron con la LOMCE de Wert. Es de celebrar que la proposición saliera adelante con el voto de los cuatros grandes partidos, pues no se han prodigado los acuerdos en dicha comisión precisamente. No menos destacable ha sido la buena acogida que la iniciativa ha encontrado en la opinión pública.
Si parece haber simpatía social por la filosofía, no es menos cierto que es compatible con ideas bastante vagas acerca del trabajo académico de los filósofos, cuando no con el simple desconocimiento de aquello de lo que se ocupan. De ahí la pregunta a la que se enfrenta invariablemente cualquiera que estudie o trabaje en filosofía: ‘¿para qué sirve la filosofía?’. Una pregunta que no se plantea, por ejemplo, a propósito de la pedagogía o las llamadas ciencias de la comunicación. Si a veces se formula con genuino interés, otras esconde una descalificación larvada. Nada nuevo, si recordamos el modo en que Calicles reprende a Sócrates en el Gorgias: cómo puede entretenerse con la filosofía un hombre de su edad, le recrimina, en lugar de dedicarse a cosas más serias y provechosas como ganar dinero o hacer carrera política; haría bien Sócrates en dejar esas sutilezas a jóvenes ociosos.
La filosofía se ha presentado como esencial para formar buenos ciudadanos o como pilar de la paz, según proclama la Unesco
Tampoco es fácil sentirse cómodo con algunas de las respuestas que se ofrecen a modo de justificación. El Día Mundial parece pedirlas. Para empezar, la misma necesidad de justificarnos nos pone a la defensiva. Justificamos normalmente una actividad como respuesta a las objeciones o descalificaciones que se dirigen contra ella, mostrando que es valiosa en algún sentido relevante. Además, apreciar su sentido y su valor requiere cierta iniciación en la práctica, es decir, la familiaridad que da el conocimiento. En lugar de eso, es habitual encontrarnos con justificaciones ready-made que, bajo pretexto de llegar a todos, eluden los detalles sustanciales de la indagación o las cuestiones filosóficas y nos ofrecen una medida extrínseca de su valor. Así la filosofía se ha presentado como esencial para formar buenos ciudadanos o como pilar de la paz, según proclama la Unesco; sin mencionar las inevitables alusiones al ‘pensamiento crítico’, concepto sonajero donde los haya. Más valdría ser cautos con las justificaciones rimbombantes, pues terminan sonando a huecas.
Por lo demás, hay cierta indulgencia en esta clase de justificaciones, pues no faltan ejemplos de filósofos que han colaborado con las peores causas. Ahora que Sarah Bakewell ha puesto de moda a los existencialistas, cabe recordar las simpatías de Heidegger por el nazismo o la defensa del estalinismo hecha por Sartre y Merleau-Ponty. Más cerca de nosotros, no han faltado filósofos metidos en el procés o los que cultivan una grandilocuente oscuridad. Sería pueril sostener que las ideas filosóficas sólo tienen efectos benéficos (para ello tendrían que ser siempre acertadas), o negar el título de filósofos a quienes no nos gustan, de Platón a los posmodernos.
Por eso conviene señalar uno de los servicios más importantes que puede prestar la filosofía y que se menciona más raramente: combatir con argumentos la mala filosofía, o las malas interpretaciones de la buena filosofía. ¿La filosofía resultaría entonces el antídoto contra el veneno que ella misma inocula? Algo de eso hay, entendiendo que las malas ideas filosóficas no se generan solamente en los departamentos de filosofía, ni tan siquiera en el mundo académico, y circulan con largueza por los debates públicos, los medios o las redes sociales. No hay otro modo de oponerse a la influencia de la mala filosofía que haciendo buena filosofía, y para ello hay que aprender a distinguir las razones buenas de las malas en busca de la verdad, ya sea que discutamos sobre la estructura última de la realidad, el conocimiento, el orden social justo o las concepciones de la vida buena.
Uno de los servicios más importantes que puede prestar la filosofía y que se menciona más raramente: combatir con argumentos la mala filosofía
Relacionado con lo cual, está la afición por ejercer de tábanos que viene de Sócrates. Decía David Lewis que es tarea del filósofo cuestionar las platitudes y tópicos biempensantes que otros aceptan sin pensárselo dos veces. El filósofo rinde un servicio no sólo cuando detecta problemas en ellos, sino incluso cuando el tópico resiste el escrutinio, pues ya no se mantendrá de igual forma tras pensarlo dos veces.
Este ejercicio socrático parece hoy más necesario que nunca. Hace semanas contaba Jordi Feixas en La Vanguardia una reunión de profesores en la que constataron que una mayoría de alumnos termina el instituto convencidos de que toda las opiniones son válidas o merecen igual respeto. Lo más interesante es que el relativismo de los estudiantes obedece a un motivo supuestamente moral: se adopta la postura relativista por miedo a ser intolerante. El atractivo del relativismo se explicaría así por la tolerancia, celebrada como el gran valor de las sociedades pluralistas. Algo que se ve también entre universitarios.
Basta un somero examen, sin embargo, para percatarse que del relativismo no se sigue la tolerancia, ni la tolerancia requiere relativismo. Ambas nociones ilustran bien la necesidad de análisis y clarificación conceptual a la que la buena filosofía responde. El relativismo aparece a menudo como una suerte de blanco móvil, difícil de fijar. Admitamos que podemos cifrarlo en la tesis según la cual todas las opiniones valen lo mismo. Es una tesis insostenible por paradójica, pues implica que no hay opiniones verdaderas o mejor justificadas que otras. Si afirmo que es el caso que no hay afirmaciones verdaderas, ¿estoy haciendo una excepción con mi afirmación? De lo contrario no habría razón para aceptarla o tomarla en serio. Por razones de este tipo quienes suscriben el relativismo suelen acotarlo al dominio de ciertas opiniones, como las morales. Incluso así es difícil ver cómo prestaría apoyo a la tolerancia. Al fin y al cabo, ‘la tolerancia es buena’ es una proposición moral. Si acepto que todas valen igual, tanto vale ésta como su contraria y no tendríamos más razones para ser tolerantes que para ser intolerantes. ¡Menudo apoyo!
En su discurso en la ceremonia de los premios Princesa de Asturias, dijo Michael Sandel que lo que le atrajo de la filosofía no fue su abstracción, sino su carácter ineludible. Mary Midgley, recientemente fallecida, lo explicó de forma más prosaica pero no menos eficaz cuando comparó la filosofía con la fontanería: ambas se ocupan de estructuras necesarias para la vida pero que no están a la vista. Si todo va bien, nadie piensa mucho en ellas; pero cuando se atascan o no funcionan necesitamos del consejo experto. Si al final, como dice Sócrates a Calicles, no hay asunto más serio que la pregunta por cómo deberíamos vivir, más vale que lo pensemos bien.