El drástico y prolongado confinamiento al que hemos sido sometidos los españoles, probablemente el más largo y severo del mundo, para controlar la pandemia, está teniendo ya y tendrá en mucha mayor medida en el inmediato futuro efectos devastadores sobre nuestra economía. Las cifras de desempleo, de caída del PIB, del incremento del déficit público y del endeudamiento y de cierre de empresas que distintos servicios de estudios de entidades financieras y de organismos internacionales han empezado a publicar, son escalofriantes. Se habla de que el regreso a los niveles de ocupación y de crecimiento anteriores a la aparición de la covid-19 no se producirá hasta 2023, lo que significa que millones de nuestros conciudadanos se verán condenados a la miseria y a la desesperación durante un período de tiempo absolutamente intolerable.
La paralización completa de la actividad de estas pasadas semanas ha sido impuesta por el Gobierno con el respaldo del Congreso con dos fines principales: evitar el colapso del sistema sanitario y salvar el mayor número de vidas posible. Sin duda, se trata de dos objetivos cuya validez y carácter prioritario no se pueden discutir. Ahora bien, un examen completo de esta crisis exige también un análisis de las consecuencias a corto, medio y largo plazo de tan extremas medidas. Por poner algunos ejemplos, el dilatado encierro ha incrementado notablemente los casos de violencia doméstica, con especial incidencia en los menores. La pérdida del puesto de trabajo, la ruina del comercio, del despacho o del taller, la interminable y forzada limitación de movilidad en viviendas de tamaño reducido, la sensación de miedo y de angustia generada por el parte diario de fallecidos y contagiados, el deterioro de la calidad educativa, han causado y siguen causando cuadros de ansiedad, afecciones cardíacas, empeoramiento de patologías preexistentes y todo tipo de alteraciones distintas a la infección por coronavirus.
¿Cuántas muertes tendrán lugar en nuestra población por hambre o por la incapacidad de un Estado del Bienestar privado de recursos para atender a aquellos que no sobrevivirán sin ayuda?
Asimismo, la atención prioritaria a los atacados por la pandemia ha disminuido sensiblemente la dedicada a otros casos igualmente graves con desenlaces a menudo fatales. También hemos de preguntarnos: en los años que tenemos por delante, ¿cuántas muertes tendrán lugar en nuestra población por hambre o por la incapacidad de un Estado del Bienestar privado de recursos para atender a aquellos que no sobrevivirán sin ayuda? El brutal golpe que recibirá nuestro sistema productivo, la huida de capitales y de talento de un país arrasado, ¿hasta cuándo extenderán sus deletéreos efectos?
Nadie ha hecho en España ni siquiera el intento de estimar el alcance de todas estas desgracias y contrastarlas con el innegable, pero parcial beneficio, del confinamiento inmisericorde y reiterado. Como bien señaló Ortega, el troceamiento de las cosas, la limitación a una parte de un problema, no es un método objetivamente aceptable para resolverlo. Hay que recordar lo que sucedió en Grecia cuando fue rescatada por la Unión Europea y el FMI. ¿Qué cree el Gobierno que sucederá cuando se vea obligado a reducir los salarios de los empleados públicos, a recortar prestaciones sociales, a suprimir subvenciones y a congelar o incluso bajar las pensiones? Y todo ello con seis o más millones de desempleados que al no poder alimentar a sus familias ni pagar el alquiler o la hipoteca no se quedarán en casa mansamente asistiendo al desastre, sino que reaccionarán violentamente saliendo a la calle para expresar su ira generando un clima social irrespirable.
Al igual que el riesgo cero tiene un coste tan exorbitante en determinadas industrias que hay que encontrar un equilibrio entre seguridad y viabilidad debidamente establecido con criterios rigurosos socialmente aceptables y científicamente fundamentados, parece que ha llegado el momento de evaluar en términos globales la conveniencia de continuar con el estado de alarma. La realidad se impone y a partir del 26 de Mayo habrá que reabrir los negocios, poner a funcionar la maquinaria productiva y detener la sangría que nos está condenando a una inasumible pobreza. Por supuesto deberemos acostumbrarnos a las mascarillas, los guantes, las mamparas, los itinerarios marcados, la desinfección permanente y la distancia protectora, pero trabajando y creando riqueza porque no nos queda otra. En esta etapa que este Ejecutivo que padecemos ha bautizado absurdamente como “nueva normalidad”, la capacidad de detección rápida de infectados para proceder a su aislamiento será esencial y ahí es donde volveremos a tropezar con la desagradable circunstancia de que los encargados de organizar los correspondientes planes serán los mismos cuya torpeza e incuria ha multiplicado nuestra tasa de mortalidad y ha dejado expuesto a nuestro abnegado personal sanitario.
En cualquier caso, la presente situación es claramente improrrogable porque hemos alcanzado un punto en el que el remedio empieza a ser peor que la propia enfermedad.