Opinión

El fracaso de la 'nueva política'

No sería de extrañar que Sánchez pasara a esa historia que anhela como el tipo que resucitó el viejo bipartidismo tras haber rematado la imposibilidad de auténticas nuevas políticas

  • Pablo Iglesias y Albert Rivera

La crisis del bipartidismo reinante en la política española entre la voladura de la UCD y 2015 es uno de los hechos más relevantes de la breve historia de la democracia española; por eso mismo, y como es usual, más bien se esconde como un vergonzoso secreto de familia. Era un “bipartidismo imperfecto” donde dos grandes partidos de gobierno, PSOE y PP, se alternaban cada cierto tiempo y para gobernar se apoyaban, aunque no fuera imprescindible, en los partidos nacionalistas periféricos. La costumbre, convertida en ley no escrita y peaje obligatorio, quizás les permitió gobernar sin temor a puñaladas de Barcelona y Bilbao, pero debilitó profundamente al Estado y sobre todo a la ciudadanía, casi una ficción para los no nacionalistas, rebajados de derechos lingüísticos y civiles en su propia casa.

El hartazgo de bipartidismo más nacionalismo

La retirada del Estado hasta marginalidad impotente en Cataluña y País Vasco, convertidos en eternos virreinatos nacionalistas por graciosa concesión del bipartidismo imperfecto, fue unas de las razones de su crisis, aunque no la única. Pero comencemos por aquí. La primera reacción surgió en Cataluña con Ciudadanos-Ciutadans, fundado por intelectuales hartos del arrinconamiento sin esperanza al que les arrojó el bipartidismo. El alborozo con que fue acogido el invento fuera de la finca del todopoderoso Pujol sacó a la luz el hartazgo de una parte notable de la sociedad española con la vieja política. Pero la absurda decisión de limitarse a Cataluña, eligiendo ser alternativa o freno del PSC, fue la primera de las sucesivas incoherencias del venido a ser partido sin cabeza por excelencia –a pesar de la abundancia de intelectuales de la croqueta y el premio endogámico-, que ahora se debate en una patética extinción autoinfligida tras rozar el arrebato de la alternativa a PP o PSOE.

El naranja es, sin duda, el fracaso más estruendoso de la “nueva política”, porque UPyD ni siquiera obtuvo la oportunidad de equivocarse tanto y tan a fondo. No quiero dedicarle aquí a mi extinto partido, en buena medida destruido por Ciudadanos y sus poderosos valedores, más que esta imprescindible mención (quien esté interesado puede leer Movimientos Cívicos, de la calle al Parlamento, y La democracia robada). El pecado original de mucha “vieja política”, que dejó su destino visto para sentencia, fue precisamente imitar enseguida lo peor de la vieja: transfuguismo, tolerancia o práctica de la corrupción, hipocresía y deslealtad con socios y votantes (que llevó a momentos rocambolescos como el intento de asalto a Murcia y Madrid con la carambola de Ayuso ya conocida).

Con indudable habilidad, los importadores del chavismo a España comprendieron que el nuevo vacío no podía llenarlo el comunismo más rancio

El movimiento de indignados del 15M completó la expresión de hartazgo social con la vieja política bipartidista y reveló la existencia de un vacío a la izquierda del PSOE y la moribunda Izquierda Unida. Vacío llenado por Podemos, invento del grupo reunido en torno a la santa trinidad de Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Iñigo Errejón, con la adición feministe de la volátil cohorte de compañeras (en el amplio sentido de la palabra). Con indudable habilidad, los importadores del chavismo a España comprendieron que el nuevo vacío no podía llenarlo el comunismo más rancio, e inventaron un partido fraudulento, disfrazado de movimiento asambleario de círculos de las bases, en realidad soviets posmodernos obedientes al viejo esquema leninista de la “vanguardia revolucionaria profesional”.

Podemos fue muy pronto la evidencia más elocuente de que el nuevo lenguaje populista, disfrazado de nueva política era, en realidad, la política más vetusta y polvorienta que cupiera imaginar; ni siquiera se ha privado del glamour rosa de la política de alcoba y amantes mudables más verdulera. Bastaba con que tocaran el cielo de Moncloa sin ocuparlo del todo para que sus propias barbaridades del “solo sí es sí” y demás basura jurídica basada en ingeniería social de asamblea de facultad le devolviera a su espacio político, más o menos el de la vieja IU comunista, pero sin la coherente elegancia existencial y política de Julio Anguita.

Respecto a Vox, ¿es vieja o nueva política? Santiago Abascal supo sobrevivir con tesón a la indiferencia de electores y padrinos, de modo que pudo aprovechar la llegada a España, con retraso, del populismo de derechas; de hecho, su partido es el que retiene mejores expectativas electorales, aunque se antoja imposible que sustituya al PP como gran partido conservador: demasiado don Pelayo y escasa economía digital. El populismo también erosionó el bipartidismo de élites endogámicas que Podemos atacó como vieja política de casta burguesa con monarquía corrupta, y Vox como traición del sedicente progresismo a valores nacionales eternos. Pero el populismo es vino rancio en odres nuevos, irracionalismo emocional elevado a sola política legítima, porque pretende encarnar al Pueblo entero dejando fuera al resto. Con el tiempo, o se domestica tan rápidamente como la italiana Meloni o, como el magiar Orban, acaba al servicio de causas imperialistas e iliberales.

Demasiado para Sánchez

Es lo habitual: el empuje de los partidos nuevos con éxito (Cs, Vox, Podemos) ha debido más a los fallos y vicios de los viejos que a los propios aciertos. La mayoría absoluta de Rajoy, tan bien aprovechada para dejar pudrir los problemas de fondo, de la cronificación de la crisis económica al rampante golpismo catalán, recomendó dar una oportunidad a homo novus como Albert Rivera, Pablo Iglesias y Santiago Abascal. Peores no podían ser, pensaron muchos, y en 2015 los electores negaron a PSOE o PP nuevas mayorías de gobierno, obligándoles a pactar con los nuevos partidos y, de paso, pasarse al emocionante parque de atracciones del populismo rampante: la causa, el merecido desprestigio del bipartidismo, se confundió con el efecto, un populismo ramplón y peor.

Nunca sabremos si nuestra política podía haber evolucionado hacia un sistema multipartidista europeo aceptable, como el alemán o los nórdicos e incluso el portugués, pero la irrupción de Sánchez liquidó esa esperanza en la izquierda, y la breve calamidad de Casado en la derecha. Tras Sánchez, pocos dudan de que casi cualquier cosa es preferible a la ineptocracia vitriólica de la coalición de socialismo populista con comunistas, separatistas, exterroristas y caciques estilo Revilla. No sería de extrañar que Sánchez pasara a esa Historia que anhela como el tipo que resucitó el viejo bipartidismo tras haber rematado la imposibilidad de auténticas nuevas políticas, de partidos representativos de la pluralidad real de la sociedad sin peajes ni deudas con la corrupción, el nacionalismo y la herencia terrorista. Lo que ha fracasado, en fin, son las apariencias de nuevas políticas, las almas viejas revestidas de cuerpos nuevos. La nueva política ha muerto antes de madurar porque nunca fue realmente nueva, ni innovadora ni creativa en casi nada, salvo en escándalos y frustraciones.

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