Opinión

Gentes lejanas

De todas esas personas que viven tan lejos, que no son muchas en realidad y que son, para nosotros, completamente desconocidas, depende una parte importante de nuestro futuro, el de ustedes y el mío

  • Gentes lejanas

Al muy noble y muy leal estado de Arizona lo conocemos todos por las películas y muy poco más, vamos, sean sinceros. Allí está el Gran Cañón del Colorado. Arizona tiene más o menos la mitad del tamaño que nuestra nación, pero su población no es más numerosa que la de la comunidad de Madrid: seis millones algo largos. Llueve muy poco (esto también lo sabemos por las películas) y el enorme territorio está dividido en quince condados, que es como los norteamericanos llaman a las comarcas o a las agrupaciones administrativas de municipios.

Los condados de Arizona tienen nombres maravillosos. Yavapai. Coconino. Maricopa. Gila (qué honor, desde luego merecido, para nuestro gran cómico, ¿verdad?). Otros tienen nombres de tribus indias (Navajo, Apache) o de indios propiamente dichos, como el célebre Cochise. Hay un condadito chiquitín que se llama Santa Cruz, quizá haya algún sevillano por allí. De todo esto me estoy enterando ahora mismo, no faltaba más, porque yo no me he interesado por la geografía, la pluviometría, la demografía o la toponimia de Arizona en mi puñetera vida. Imagino que como la inmensa mayoría de los 7.823 millones de personas que pueblan en planeta ahora mismo, mientras escribo; es probable que cuando ustedes lean esto ya seamos un par de millones más. Nadie que no sea estadounidense o un chiflado de los western se habrá preocupado por Arizona más allá de dos o tres veces en su vida.

Y sin embargo, ahora mismo, mientras pasan las horas y en aquel lejanísimo desierto (el de Mojave, por cierto, que roza el territorio) alguien cuenta votos, buena parte del mundo mira a Arizona con una mezcla de temor, esperanza, castañeteo de dientes y ese espíritu futbolístico que los españoles conocemos muy bien, que es el de hacer fuerza con los puños desde casa para que, en el estadio, ganen los nuestros. Que no saben quiénes somos, como nosotros no sabemos quiénes son los arizonianos y arizonianas que, allá en Phoenix (que es el nombre de la capital: como verán, me lo he estudiado), comprueban parsimoniosamente las papeletas y las ponen en un montoncito o en otro, mientras recitan, seguramente en español: “Otro para don José Biden”. “Otro para don Donaldo Trán”. Y así van pasando la tarde. Prisa no hay. En Arizona, el último que tuvo prisa debió de ser John Wayne cuando iba a caballo detrás de los indios.

Lentitud y dudas

Dense cuenta de la fabulosa paradoja. Cuando ustedes lean esto es posible (solo posible) que ya sepan de qué lado ha caído la pelota que lleva días en el polvoriento tejado de Arizona. Pero yo, ahora mismo, no lo sé, y Biden tampoco, y Trump menos aún: no hay más que ver el ataque de nervios que tiene este hombre, que está desatado y dando alaridos como los que daba Gerónimo, el jefe apache que se llevaba tan mal con Wayne, o con Robert Mitchum, o James Coburn, o toda aquella gente.

Los arizonianos son gentes lejanas a las que no podemos poner cara, ni nombre, ni imaginar apenas nada de ellos. No son los únicos en este trance. También están los habitantes de Georgia, pero estos al menos salían en Lo que el viento se llevó y nos podemos hacer una idea, aunque no sea muy actualizada. Qué habría votado hoy Scarlett O’Hara. Qué habría votado Cargable, como llamaba mi abuelo Luis a Clark Gable. Pero sobre todo, por encima de todo, qué habrá votado Mammy, la inolvidable criada negra, que esa sí que sigue ahí, rezongando y sepultada bajo sus enaguas de seda roja.

Si han votado íntimamente convencidos de que todo es, en el fondo, una charanga, y que sus vidas no cambiarán en lo esencial ni a mejor ni a peor, porque su modo de vida está asegurado pase lo que pase

De la gente de Pensilvania y de Carolina del Norte no tenemos, hablemos claro, mayores referencias ni ustedes ni yo, aparte de lo de la declaración de independencia que se firmó en Filadelfia. De Nevada sabemos que hay desierto, mafiosos y muchos casinos horteras (me refiero a Las Vegas). Pero de todas esas personas que viven tan lejos, que no son muchas en realidad y que son, para nosotros, completamente desconocidas, depende una parte importante de nuestro futuro, el de ustedes y el mío. Si votan con las tripas, como han hecho ya nada menos que 68 millones de estadounidenses; si han votado íntimamente convencidos de que todo es, en el fondo, una charanga, y que sus vidas no cambiarán en lo esencial ni a mejor ni a peor, porque su modo de vida está asegurado pase lo que pase (podrían preguntar eso en Detroit, a ver qué les dicen), pues es muy posible que el mundo camine otros dos pasos más hacia el precipicio que ya tenemos tan cerca, ahí mismo, como sucedió en Europa hace casi cien años. Y el mundo estalló. Si votan (o han votado) con la cabeza, con la responsabilidad que les ha caído encima sin que ellos lo supiesen o lo pretendiesen, es posible que el tren en que viajamos todos aún se detenga unos metros antes de llegar al puente que cruza el río Kwai.

Se llama democracia, sí. Es lo mejor que se nos ha ocurrido hasta ahora a los seres humanos para convivir y para entendernos. Quizá las tranquilas y remotas gentes de Arizona hayan comprendido, antes de meter la papeleta en el correo, que es precisamente eso lo que está en juego. Lo mismo que hace un siglo. El sistema que ha generado unos mecanismos muy cuidadosos para protegerse de quienes pretenden acabar con ella mediante la traición al que debería ser su primer mandamiento, que es no tomar su nombre en vano.

Cuando uno de los dos contendientes se comporta como un loco, como un crío enrabietado, y pide que se vuelvan a contar los votos allí donde ha perdido; o cuando exige a los jueces que se dejen de contar los votos… Han leído bien: que se dejen de contar los votos porque si se cuentan todos es probable que él pierda, pues no estamos hablando de democracia, por más que la palabra no se le caiga de la boca a ese sinvergüenza. Estamos hablando de otra cosa. No sé de cuál, o prefiero no pensarlo.

Motivos de preocupación

Si cuando esta agonía arizónica acabe los norteamericanos le han dado la presidencia al abuelo Biden, que no pierde la sonrisa a pesar de que la vida le ha tratado a leche limpia, hay gente que tendrá muchos motivos para preocuparse: el botarate de Boris Johnson, Orbán, Salvini, desde luego Putin y su omnímoda corte de mafiosos, los neonazis alemanes y austriacos y escandinavos, el gordito de Corea del Norte… Hasta nuestro mínimo y maltrecho Abascal se llevará un sofoco, el pobre, que vaya racha la suya. Pero si los pausados arizonianos y los elegantes georgianos han decidido volver a darle la presidencia a esa mala copia de Mussolini que tienen en la Casa Blanca, los que tendremos serios motivos de preocupación seremos todos los demás. Todos.

En la serie de la que les hablaba la semana pasada, La ley de Comey (se la vuelvo a recomendar), hay una frase estremecedora. Hay un alto funcionario al que han destituido y que está metiendo en cajas de cartón las cosas que tenía en su despacho. Entra un joven ayudante y le dice que a él le gusta mirar todos los días unos segundos por la ventana. Por qué, le pregunta el otro. Y el chico le dice: Porque desde aquí se ven el Capitolio, la Casa Blanca, el monumento a Lincoln. Todos los grandes edificios de nuestra democracia. La gente de los despachos pasa: un día llegan y otro se van, pero los edificios no. Las instituciones permanecen. Por eso me gusta verlas.

Pues bien, quizá sea precisamente eso lo que está en juego en estos momentos, mientras termino de escribir. Las instituciones. La democracia. Ojalá los arizonianos, gentes lejanas a las que nunca conoceremos, hayan pensado en eso.

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