Se perfiló como uno de esos ejercicios de ‘team building’, de somos buenos pero queremos ser mejores, de Fuenteovejuna –ya saben, vamos todos a una-. Sin embargo, los rescoldos de aquel encuentro del Gabinete de Pedro Sánchez en Quintos de Mora empiezan a rezumar distensión. En todo Gobierno hay filias y fobias. La memoria selecciona rápidamente un choque entre ministros en cualquier ejecutivo pasado. Siempre ha existido un De Guindos contra Montoro. Un G6. Un verso suelto incontrolable. “Un Gobierno no lo es hasta que no hay roces en el Consejo de Ministros, hasta que no se empiezan a formar camarillas”, recordaba estos últimos días de agosto un histórico socialista. El Gobierno de Sánchez ya no anda inmune a la tradición política. El ‘donde dije digo, digo Diego’ en la defensa al juez Pablo Llarena, con argumentos y contrargumentos enfrentados en apenas 24 horas, es una de esas primeras grietas del choque ministerial de un gabinete instalado en una dinámica de giros copernicanos para disfrazar la mayor de sus miserias: su debilidad parlamentaria, su incapacidad para decidir sin ningún tipo de mochilas.
El ejercicio de funanbulismo es continuo. A diario, los ‘síes’ se atropellan con los ‘noes’ en un mismo tema apenas sin solución de continuidad con tal de encontrar una mano tendida. La política migratoria, la exhumación de Franco, la reforma de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, la defensa legal del juez Llarena frente a la infame demanda de Puigdemont en Bélgica, la derogación de la reforma laboral, el copago farmacéutico de los jubilados, los Presupuestos de 2019… han sido objeto de la improvisación continua por parte del Gobierno. Es cierto que Sánchez comenzó pronto a desdecirse, sólo unos días después de llegar a su ansiada Moncloa, cuando pasó de exponer ante el Congreso de los Diputados la necesidad de formar un Gobierno para "recuperar la estabilidad y la normalidad democrática, atender a las urgencias que tenga el país y convocar elecciones generales" a anunciar en una entrevista televisiva la conveniencia de agotar la legislatura por la dimensión de la tarea pendiente. Como si no lo supiera de antemano. Pero en las últimas semanas el fulgor rectificativo del Ejecutivo ha alcanzado velocidad de crucero, no mediando ni veinticuatro horas entre algunos anuncios y su posterior enmienda. El culmen de este proceder atolondrado está siendo todo lo que rodea a la exhumación de Franco y el futuro del Valle de los Caídos. Algo que el propio Sánchez trató de justificar ante los periodistas que le han acompañado en su gira por Latinoamérica por su falta de experiencia en el Gobierno.
Pero no es sólo bisoñez. Que la ministra de Trabajo respondiera con la frase "me han colado un gol por la escuadra" cuando trascendió que su ministerio había legalizado un sindicato de prostitutas y que dicha aprobación se publicó en el BOE de hace un mes, sólo alerta del caos que reina en cada una de las carteras de Sánchez. Pero no es sólo bisoñez. Este Gobierno anda colocando su ideología constantemente en una veleta. Baste el ejemplo del cambio en la política sobre inmigración. El Gobierno empezó acogiendo a los inmigrantes del Aquarius y dos meses después ha devuelto a 116 personas que saltaron la valla de Ceuta, recuperando las devoluciones en caliente. “¡Les quiero fuera ya!”, fue la orden. Han sido entregados a Marruecos, que no es el mejor país de acogida precisamente. El PSOE, que impulsó el recurso de inconstitucionalidad contra las devoluciones en caliente, ahora defiende su legalidad ante Estrasburgo, manteniendo el recurso del PP contra la condena del Tribunal a España. Y no, no es una serpiente de verano.
Pero de la lista de tachones y enmiendas a la carrera, uno sobresale por encima del resto. Porque dispara a ese tipo de temas en los que no debe existir mácula alguna en un Ejecutivo. Las diferencias alrededor de la defensa del juez Pablo Llarena ante los tribunales belgas dibujan un peligroso pantone de sombras alrededor del proceder del Gobierno frente al problema catalán y exponen la debilidad de la ministra de Justicia. Quienes conocen a Dolores Delgado desde hace años, quienes se han codeado con ellas en despachos y tribunales, aseguran que el ‘caso Llarena’ es uno de esos episodios con los que la ministra corta por lo sano. El Gobierno anunció en un comunicado que “la demanda presentada incluye referencias a expresiones privadas realizadas por el juez Llarena ante las que el Gobierno no puede actuar”. Esto mismo defendió la vicepresidenta Carmen Calvo en rueda de prensa. La decisión de dejar al juez solo, por parte de Dolores Delgado ministra, provocó un gran malestar en un amplio sector de los jueces y fiscales, que consideraron que se había dejado “tirado” al magistrado, cuando el único fin de las demandas presentadas por Puigdemont y sus cuatro ex consejeros es defender el proceso independentista y el proceso judicial en España. Se armó la mundial; tanto que el Gobierno anunció de forma ambigua que el Estado pagaría un bufete de abogados belga para defender al juez del Tribunal Supremo. No ha sido bastante, el propio Pedro Sánchez ha salido en Chile, a enmendar a su ministra, intentando zanjar la cuestión: “La defensa de nuestro sistema judicial no es una cuestión privada, es una cuestión de Estado”. El presidente confirma el cambio de criterio para defender al juez y contenta a las derechas.
El Ejecutivo vuelve esta semana ‘al cole’. Y no explicará Sánchez su porfía en perpetuar un sistema clientelar al colocar en puestos de confianza a casi la mitad de la Ejecutiva del PSOE. No lo esperen.
“Conociendo a Lola, no me extrañaría que dimitiese”, asegura alguien que la conoce bien. Pero este verbo tan vetado en política no parece que vaya a conjugarse. No tanto por Delgado, sino porque la rama que encabeza Baltasar Garzón, que ha vuelto a tocar poder con la ministra, ganando presencia de nuevo en determinados foros, no permitirá su repentina fuga del consejo de ministros. Y más cuando Margarita Robles ha comenzado a erigirse como ese cardenal Richelieu que encauza muchos de los movimientos en la sombra del triunvirato de ministerios de Defensa, Interior y Justicia. Y el CNI. El Gobierno comenzó a romperse en Quintos de Mora. Sigan esa pista.
El Ejecutivo vuelve esta semana ‘al cole’. Y no explicará Sánchez su porfía en perpetuar un sistema clientelar al colocar en puestos de confianza a casi la mitad de la Ejecutiva del PSOE. No lo esperen. Es cierto que la legislación ampara la discrecionalidad del nombramiento del personal eventual en la Administración pública. Sin embargo, el copamiento del sector público resulta incompatible con el discurso de un jefe de Gobierno que dice aspirar a reinstaurar la ejemplaridad. En muchos casos, además, a la afiliación política partidista se suma la falta de idoneidad de muchos elegidos. Así, resulta discutible la designación de Juan Manuel Serrano, ex jefe de gabinete de Sánchez, como presidente de Correos; o el del filósofo José Vicente Berlanga como presidente de Enusa, la empresa nacional de uranio e industrias avanzadas. A todo ello se suman los elevados sueldos de muchos de estos altos cargos: casi 200.000 euros, en el caso de Serrano; 210.000 euros, en el de Berlanga; y casi 220.000 euros en el caso del presidente de la SEPI. Estas nóminas constituyen un dispendio difícil de digerir para una ciudadanía la que ahora se va a exigir nuevos sacrificios tributarios.
Porque el actual Gobierno se ha abonado a esta máxima y cree que lo mejor para la economía de todos es aumentar los impuestos. A esto ha respondido Podemos doblando la apuesta: siempre se pueden subir más los impuestos. Sin embargo, la mejor definición de la “política fiscal” de Sánchez, incluso antes del chantaje de Podemos, es la imprevisibilidad y el caos: se anuncian nuevos impuestos sin saber qué se va a cobrar, a quién, ni sobre todo cómo se van a cobrar. Lo peor es que el gobierno socialista se ha comprometido con la Comisión Europea a un ajuste fiscal estructural de 0,65 puntos del PIB, es decir unos 7.000 millones de euros y no tiene nada claro cómo hacerlo. Este ajuste fiscal de 2018 podría hacerse vía ingresos o gastos, pero en la senda fiscal enviada al Congreso, se incluía un incremento del gasto estatal en 5.300 millones de euros. Esto quiere decir que todo el ajuste se quiere hacer incrementando permanentemente los impuestos, por eso el ajuste fiscal se denomina como estructural.
El gobierno temporal de Sánchez se enfrenta a un dilema irresoluble para mantener sus promesas de gasto, y atender las “amables peticiones” de los populistas de Podemos para apoyarles en algunas votaciones: solo puede subir los impuestos a las clases medias y trabajadoras o incumplir con los objetivos de déficit. Las alternativas “imaginativas”: banca, gasóleo o grandes empresas simplemente no son viables. Pedro Sánchez y su gobierno se enfrentan, dada su adicción al gasto, a un dilema tan cierto como los impuestos y la muerte, además agravado por las hipotecas de separatistas y populistas que le llevaron a Moncloa. La salida al dilema son las elecciones y que los españoles decidan qué gobierno y qué política económica quieren. Hasta entonces, viviremos cada día como este Gobierno dice una cosa y su contraria. Deshilachado ya, eso sí.