Por un quítame allá esos lazos
Está amenazado por los siempre tolerantes separatistas, ya saben, esos que quieren llevarnos hacia la felicidad suprema de la república catalana, nos guste o no, que para eso ellos tienen un mandato popular. Tan comprensivos son y tan veraces sus promesas de que en la república catalana todos seremos queridos por igual, que al pobre Don Manuel están intentando educarlo en lo que seria el nuevo orden separata. Lo que pasa es que el hombre no se deja. No, si de desagradecidos está el mundo lleno.
Como sea que delante de negocio no admite lacitos amarillos ni otro tipo de propaganda ilegal, los heroicos, abnegados, osadísimos separatistas llevan acosándole sistemáticamente desde hace tiempo. Don Manuel no es simpatizante del separatismo, claro, y eso ofende muchísimo la sensibilidad democrática de esta manada que, o se está con ellos y se traga con expresión de borrego feliz, o ya eres un facha peligrosísimo al que hay que expulsar de Cataluña, bien, eso de momento. Veríamos que sucedería si mandasen ellos. Igual pretenderían expulsarnos de esta vida, vayan ustedes a saber.
Sea como fuere, los CDR, esos grupitos a los que pertenecen tres hijos del President Torra y de los que está tan orgulloso, fueron a provocar, una vez más, al bar citado, colocando sus lazos de manera chulesca. Bueno, es una redundancia, porque chulería y los lacitos amarillos van de la mano siempre. Don Manuel quitó los lazos y ahí empezó ese mambo del que se jacta el supremacismo. El cinismo de esta harka es tal que llegaron a decirle que estaba “ensuciando el suelo” al tirar los lacitos de marras al suelo. Hace falta valor. Ellos, que llevan ensuciando vidas y mentes desde ni se sabe, ahora se ponen angelicales porque el plástico vaya por el suelo. Que modositos, que buenas gentes, que magníficos actores son. Como lo graban todo, a ver si con suerte consiguen ese muertecito o lisiado de verdad que precisan como agua de mayo para justificar su fascismo – lo de la señora de los deditos rotos y los mil heridos parece que ya no se lo creen ni ellos -, hemos podido ver en las imágenes que han circulado por las redes a una señora gritando histérica que habían intentado pegarle. “¡Me ha levantado la mano!”, graznaba señalando al propietario para, después, acusar de lo mismo a uno de los camareros del bar. La cosa era armar follón, desacreditar a un señor que a lo único que aspira es a que los impuestos no se le coman por los pies y hacerse los mártires.
Lo malo de estas grabaciones es que, y dispensen la perogrullada, efectivamente las cosas se graban. Así que ahí quedaron registrados los gritos que proferían lo CDR contra Don Manuel. “Marrano, cerdo, fuera de Cataluña, fuera de Blanes”. El pobre hombre, con un cucharón en la mano, plantaba cara con una dignidad tremenda, pero lo que transmiten esas imágenes, más allá de la solidaridad con el hostelero, es una infinita sensación de tristeza, de soledad, de abandono, de falta de ley y orden. Claro que al fascismo puñetera la falta que le hace todo eso.
"Vale más la pena que lo deje correr"
Esa frase contiene todo lo que les contaba, puesto que se la dijo la propia policía local de Blanes a Don Manuel, según él mismo relataba a un medio de comunicación. El hombre ha intentado denunciar ante la policía, ante la ley, señores, ¡ante la ley!, lo que le están haciendo y ¿qué recibe por respuesta en esta Cataluña separatista que pretenden vendernos como la Dinamarca del sur? Pues eso, que no vale la pena denunciar nada porque, de entrada, es un lío, mucho papeleo, le costaría un dinero, la burocracia es lenta y farragosa y, total, si lo deja correr igual se cansan y lo dejan en paz. Es decir, no lo menees que aún va a ser peor, machote.
No, no estamos en un pueblecito del sur de los EE.UU. donde el sheriff está conchabado con el cacique local, o en la Sicilia mafiosa, donde a ver quién es el guapo que se atreve a decir que el capo local te está acosado en tu negocio, estamos en una parte de Europa, de esa Europa que se jacta de ser la cuna de los derechos humanos y de la libertad, en territorio de España. Y no pasa nada. Ni pasará. Rectificamos, a lo peor sí que pasa, y es que estos hiperventilados se envalentonen aún más y acaben por hacerle la vida tan imposible al restaurador que éste, comprensiblemente harto de tanta miseria moral, tanto matonismo y tanta bajeza, acabe dándoles el gusto de coger sus cazuelas y marcharse a otro sitio en el que le dejen trabajar en paz.
Que le hayan amenazado reiteradamente con destrozar su negocio les da igual a estos probos uniformados, al consistorio, a la delegación de la Generalitat y, oh sorpresa, a la delegación del gobierno, sí, la que se supone que debería poner coto a las tropelías de esos herederos de las SA. Aquí se vive una violencia diaria, y lo digo para los negacionistas, palpable en los trabajos, en los bares, en las familias, y especialmente visible en localidades pequeñas. Ahí es más difícil esconder al facha separata, ese que parece perdonar la vida cuando se le cruza por delante alguien contrario a su ideología. Es ahí donde deberían ir los medios de comunicación a preguntarle a la gente qué está pasando en Cataluña, cual es la realidad, deberían ir siquiera para intentar conseguir que el miedo se rompa y la gente hable. Porque hay miedo, mucho miedo. Todo un pueblecito lleno de amarillo de punta a cabo, desde el balcón municipal hasta la panadería, intimida. Hay que ir a esos pueblecitos del Berguedà, a los de Lérida- pienso en Alcarrás, sin ir más lejos -, a los de las comarcas gerundenses y ver lo que está pasando para comprobar hasta que punto las autoridades competentes, léase el gobierno de la nación, no tienen perdón de Dios.
Manuel García no es el único que tiene que aguantar que lo traten igual que hacían los nazis con los judíos propietarios de un comercio. No está solo en ese lamentable destino, porque a su desventura se unen muchos, muchísimos, demasiados propietarios, encargados, trabajadores, gentes normales que desean vivir sin la amenaza del censor separata sobre sus cabezas.
Y a esto algunos tienen la poquísima vergüenza de llamarlo democracia.
Miquel Giménez