En este gremio de la televisión, de suyo tan siniestro y sin entrañas, es dificilísimo encontrar a alguien que suscite cariño y respeto unánimemente. Una de esas rara avis era Mayra Gómez Kemp, que ha dejado millones de momentos mágicos para la televisión. No quiero hablar de su trágica soledad tras la muerte de su esposo. Prefiero, y creo que ella estaría de acuerdo, hablar de su logro más conocido, presentar el “Un, dos, tres”, esa caja de sorpresas que llenaba el maestro Chicho Ibáñez Serrador. Cierto es que tuvo varios presentadores que dejaron su sello, pero si la gente tuviese que decir el nombre de uno creo que sería el de Mayra. Alguien ha escrito que fue quien más y mejor ha sabido reírse en un plató. Es verdad. Como también lo es que su personalidad alegre sin empalago, picara pero respetuosa, profesional pero con una humanidad extraordinaria, fueron un ingrediente – no el menor – del éxito que tuvo el concurso. El “Un, dos, tres” paralizaba España y todo el mundo se arremolinaba alrededor de los televisores a ver si los concursantes se quedaban con el coche, el apartamento en Torrevieja, el millón de pesetas o, por el contrario, se llevaban la calabaza en medio de un enorme ¡oooooooooooohhhhhhh! del público.
Mayra popularizó expresiones como “Y hasta aquí puedo leer” que se convirtieron de uso común como años después haría el mítico Chiquito con su vocabulario divertido y surrealista. Eran otros tiempos, cuando la televisión todavía podía permitirse no estar adoctrinando a cada palabra. En aquel universo de fantasía creado por nuestro Walt Disney particular, Chicho, y conducidos de la mano de Mayra, la Campanilla divertida que nos acompañaba en el viaje, se dieron a conocer muchos actores y actrices que después han sido leyenda. Véase, por ejemplo, a Tricicle que, a fuer de progres, dudaban entre acudir o no a la llamaba de Ibáñez Serrador y acudieron, finalmente, porque alguien que tenía dos dedos de frente les dijo que lo del teatro era estupendo pero salir en el “Un, dos, tres” suponía que te iban a ver veinticinco millones de espectadores, así que fueron, triunfaron y el resto es historia.
A lo largo de la trayectoria del programa algunos presentadores se desempeñaban mejor en la primera parte que en la segunda y viceversa; Mayra era perfecta en las dos. En la primera, consistente en preguntas de cultura general, la empatía hacia aquellas parejas que a veces se autodefinían como “Amigos y residentes en tal ciudad”; en la segunda, la subasta, hacía parecer sencillísimo simultanear el rol de presentadora de un gran espectáculo – he visto ballets, decorados y actuaciones en ese programa dignos de aparecer en cualquier teatro de variedades de categoría – con el de presentadora de concurso que ha de darle tensión al asunto con las tarjetitas – “¡ésta para el público!” decía tirándola a la grada -, tentando a los participantes con el clásico “No abrimos el sobre y les doy doscientas mil pesetas”, o ejerciendo de pared en la que los cómicos hacían rebotar sus gags. Nos hizo creer que la vida era un juego entre calabazas y unos seres temibles e inocentones llamados Tacañones o Tacañones, según, y que podías ser amigo y residente y decir “Hemos venido a jugar” con el ombligo arrugado pensando que podías salir rico, con coche nuevo y apartamento o, ¡ay!, con mil kilos de cebada, un rebaño de cabras, o un acuario repleto de pirañas. O sin nada. Quisiera volver siquiera un instante a aquellos momentos en los que, desde casa, gritábamos “¡No cambies de tarjeta, que ahí está el coche!” y ver a Mayra sonriendo, siempre en su sitio. Mucho me temo que con ella se va toda una manera de ser y de estar en plató y que lo que tenemos, además de no llegarle a la suela del zapato, irá a peor. Ya lo ven, al final en esta vida siempre te acabas quedando con la calabaza. Hasta siempre, Mayra, dulce y maravillosa Mayra.