Opinión

El hospital de los podridos

Los políticos presos han llegado a Cataluña en el descapotable de su martirologio. ¿Estará el lunes el señor Sánchez dispuesto a regar el césped del hospital de los podridos? ¿Se hará la foto, genuflexo, ante el dislate de su propio monstruo? Que no se pudra nadie de lo que otros hacen, dijo Miguel de Cervantes

  • El hospital de los prodidos.

Era tal la pudrición, que a la ciudad entera la recorría el peligro de la peste. Así lo hizo saber el rector a su secretario en aquel entremés atribuido a Miguel de Cervantes. El temor al contagio obligó a las autoridades a crear un lugar donde curar semejante insania. El hospital de los podridos lo llamaron. Un sitio al que fueron a parar los habitantes de la villa, hombres y mujeres, rascándose la piel por el sarpullido del agravio. Allí acudieron, todos, citados por la pudrición, esa forma que adquiere la queja cuando deviene en locura: las viejas porque las gallinas de sus vecinas ponían los huevos más gordos; también los casados, el marido por los ojos azules de su mujer y ésta porque su esposo tenía la boca demasiado grande; los mozos y mozas, apedreados por el mal de amor. La ecuación de la ofensa, como himno o síntoma. La pudrición, pues.

A la plaza de Sant Jaume, en Barcelona, la recorre un vapor de revancha. A la izquierda, el palacio del Ayuntamiento decorado con moños amarillos en honor a los políticos encarcelados. A la derecha, el edificio de la Generalitat, ataviado con la cornucopia del oprimido. Que liberen a los presos políticos y los exiliados, dicen los carteles que empapelan las sedes de gobierno de la capital catalana. La insania del agravio, cual peste del Siglo de Oro, una afección que parece sacada de un  entremés, aquella pieza ligera que se prodigaba entre un acto y otro para entretener al patio de butacas – pueblo arrejuntado en la corrala, a falta de auto de fe - y que hoy se manifiesta ante los ojos del visitante, que, teléfono en mano, fotografía  esa farsa en la que se ha convertido la tragedia catalana… y española. No puede sentirse uno más imbécil documentando esta sintomatología.

Que liberen a los presos políticos y los exiliados, dicen los carteles que empapelan las sedes de gobierno de la capital catalana. La insania del agravio, cual peste del Siglo de Oro

Quedan todavía unos cuantos días antes de la reunión entre el presidente sobrevenido, el señor Sánchez, y el holograma del independentismo, el señor Torra. Antes de semejante  cumbre,  sobrevino en varias ocasiones el puñetazo sobre la mesa: que si Morenés, que si la cortapisa, que si RTVE como moneda de cambio, esa versión elegante del cobrador del  Frac protagonizada por Joan Tardà y que en  cualquier tugurio alguien, en su sano juicio, llamaría chantaje. De los cuarenta y cinco puntos aquellos -los de la menina Soraya- los independentistas acuden a la Moncloa con un único reclamo, la cortapisa de los podridos: la independencia. Nunca el agravio tuvo peor diagnóstico.

Esta tarde, que chisporrotea con sus treinta y cinco grados,  a Barcelona la recorre una peste. La del cansancio que genera la ofensa, la rendición que precede a toda locura: esa forma de hacer normal lo que no es. De las dependencias oficiales de esta ciudad podrían colgar lazos amarillos como pokemones ahorcados en un moño navideño. Da igual.  El podrido se pudre como puede, se alimenta de lo que el deseo y la obcecación le permiten. La tarde del miércoles, achicharrada por la ofensa y el resentimiento, llegaron a Cataluña los presos polítics. Las 'víctimas' de un Estado que cultivó primero  la incomparecencia y luego el desahucio, dos modalidades de bancarrota ante los prestamistas de la pudrición. ¡Shylock… trae ya tu litrona y la libra de secesión! La balanza será, pues, la televisión pública, o la deuda autonómica... o quién sabe qué.

De los cuarenta y cinco puntos aquellos -los de la menina Soraya- los independentistas acuden a la Moncloa  con un único reclamo, la cortapisa de los podridos: la independencia

De aquí al lunes 9 de junio estarán  Junqueras, Romeva y los del mohicano -el Jordi, uno y Sánchez, el otro- tumbados sobre el jergón de su mazmorra, amortizando cada bostezo de su cautiverio. Estarán, también, cómo no, la Carmen Forcadell y la Dolors Bassa, que de Alcalá de Henares pasaron a Puig de les Basses, podridas ellas también. Han llegado los presos a Cataluña, saludando en el descapotable de su martirologio. Ya lo decía Cervantes: los podridos se van desmoronando y si no se les pone remedio se multiplicarán en tan poco tiempo que será menester crear un mundo nuevo, donde habiten… pastando la hierba de su propio dislate, piensa quien mira a un lado el Ayuntamiento y del otro la Generalitat con su orgía de lacitos amarillos.

¿Estará el lunes nueve de junio el señor Sánchez por la labor de regar el césped del hospital de los podridos? ¿Se hará la foto, genuflexo, ante el dislate  de su propio monstruo para la campaña electoral más larga que alguien jamás haya presenciado? Que no se pudra nadie de lo que otros hacen, recitará Pedro El Guapo -como llamaba Álvaro Pombo a Sánchez-, plantado en los muñones de sus rodillas. Desinflamar. Desescalar. La Neo- lengua de los necios. 

Bienvenido, lector, al hospital de los podridos.  

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