Opinión

Fuera de la Iglesia no hay salvación

“Extra Eclessiam mulla salas”, así lo sentenciaba San Cipriano de Cartago allá por el siglo III D.C. y su aforismo se convirtió en dogma de fe para los católicos. Ahora

  • Fuera de la Iglesia no hay salvación

Extra Eclessiam mulla salas”, así lo sentenciaba San Cipriano de Cartago allá por el siglo III D.C. y su aforismo se convirtió en dogma de fe para los católicos. Ahora en Cataluña hay trescientos sacerdotes que creen que fuera del proceso independentista tampoco es posible salvarse. No son pocos y dicen estar bien respaldados. Dicen.

Stat Crux sum Volbitur Orbis

Dispénsenme el uso del latinajo eclesial, pero entiendo que viene de molde al asunto y permite al humilde escribidor desempolvar un latín aprendido con amor en sus años mozos y totalmente desterrado por la metodología pedagógica de la plastilina, el ñoñeo, la falta de disciplina y la banalidad. La frase es el lema secular de la Orden de San Bruno, a la que ustedes conocerán quizás mejor por la Cartuja, y significa en buen castellano “Mientras el mundo gira, la cruz permanece”. No deben opinar lo mismo los 282 sacerdotes y 21 diáconos catalanes que han firmado un comunicado en el que reivindican el derecho de autodeterminación para Cataluña. Pero los mosenes no se quedan ahí. Ya puestos a dar preminencia al mundo, sus pompas y sus fastos, han llegado más lejos e incitan al pueblo catalán a que se eche a la calle el 1-O en el referéndum ilegal.

Eso ya constituye algo grave en sí mismo, porque si de algo de servir la Iglesia es para unir, restañar heridas, conciliar enemigos, apaciguar los ánimos y, en fin, propagar el sencillo mensaje que un humilde carpintero de Galilea nos transmitió hace más de dos mil años: “amaos los unos a los otros”. Todo indica que el ramalazo carlistón de los sacerdotes firmantes, que se lanzan al monte en franca insumisión, tiene de inicio algo que se compadece poco o nada con el cristianismo.

El manifiesto habla de la singularidad catalán – en lo que bien podría tener razón, aunque también son singulares Castilla o Galicia, por vía de ejemplo -, aboga por el diálogo – en lo que también tiene razón, aunque Puigdemont y el soberanismo se han cerrado en banda siempre que se les ha invitado a hablar, aduciendo que la celebración del mentado pseudo referéndum era condición sine qua non – y remata exigiendo que sean escuchadas las legítimas aspiraciones del pueblo catalán, añadiendo que el estado se ha negado a pactar las condiciones de la consulta y que ellos actúan por “el amor sincero al pueblo catalán al que queremos servir”. Digamos, como remate de penas, que sus paternidades afirman actuar en sintonía “con nuestros obispos”. Y ahí si que no. Es falso de toda falsedad y mentir es un pecado gravísimo, máxime cuando quien lo comete es aquel que tiene como alta misión consagrar el cuerpo de Cristo en la Santa Misa, administrar los Sacramentos y, en suma, representar la figura del Salvador en su comunidad. Porque ni los obispos respaldan tal documento, a menos no en su mayoría, ni es actuar en defensa de la totalidad del pueblo de Cataluña optar por solo una parte de él. Ya está bien de meter a todos los catalanes en el mismo saco que los dos millones de separatistas. Son muchos, claro está, y por eso mismo el problema catalán debe ser abordado también en el ámbito político, pero ni son mayoría, ni tienen la hegemonía, ni, por mucha propaganda oficial y subvención, por mucha ingeniería social y por mucha media verdad camuflada de media mentira tienen más razón que los que se les oponen.

La obligación del católico era ver negro lo blanco si tal cosa decía la iglesia. Es eso lo que pretenden unos sacerdotes que han olvidado que su reino no es de este mundo, decidiendo ver el negro que emana del Palau de la Generalitat y de las filas de Junts pel Sí.

Me comenta un buen amigo sacerdote, padre jesuita para más señas, la frase de Ignacio de Loyola, el santo soldado, cuando se refería a la obediencia a la jerarquía eclesiástica. Ignacio afirmaba que la obligación del católico era ver negro lo blanco si tal cosa decía la iglesia. Es eso lo que pretenden unos sacerdotes que, sumidos en el mar de confusiones en el que ha devenido este proceso kafkiano, han olvidado que su reino no es de este mundo, decidiendo ver el negro que emana del Palau de la Generalitat y de las filas de Junts pel Sí.

Cuidado, que estamos hablando de un veinte por ciento de los sacerdotes que ejercen su ministerio en tierras catalanas, incluyendo a franciscanos, jesuitas, escolapios, claretianos, salesianos y monjes de Montserrat. No son un grupito de cuatro ni están disparando con pólvora del rey. Cuentan incluso con el obispo, este sí, de Solsona, Xavier Novell entre sus filas. El Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo hace años que está por el derecho de autodeterminación y poca novedad hay en su posicionamiento. Ahora bien, la zozobra que tal manifiesto ha causado merece algo más que un mero apunte. Siendo la historia maestra en sabiduría, y sin querer enmendarle la plana a nadie, sería bueno recordar algunos aspectos de lo que ha sido la iglesia en Cataluña. Aunque solo sea por precisar.

Non Draco sit Mihi Dux

“No sea el dragón mi guía”, a saber, el diablo. Así deben interpretarse las iniciales que figuran en el reverso de la Cruz de San Benito Abad, y considéranse como poderoso exorcismo ante el Maligno. Es ese el eterno dilema en el que se ha movido, basculante, la iglesia catalana, entre su misión evangelizadora y las tentaciones del poder político. No en vano el obispo Torres y Bages afirmaba que Cataluña o era cristiana o no sería. El catolicismo pudo convivir con el nacionalismo de Cambó para enfrentar a un catalanismo de izquierdas, laico, federal y claramente masónico representado por los Arús, Almirall o Roure. Ganó la batalla, pero fue una victoria pírrica. La tremenda hecatombe fratricida que supuso la contienda civil convirtió en pesadilla el sueño de aunar religión y patria catalana. Los millares de personas asesinadas por su mera condición de católicos o de eclesiásticos, los templos arrasados por las llamas y la clandestinidad a la que se vio sometida la iglesia fueron terribles. Es harto conocida la anécdota que relata Diaz Plaja acerca del sacerdote que, una vez conquistada la ciudad de Mataró por el ejército nacional, salió del escondite en el que se había ocultado para salvar su vida y, ante sus feligreses y el mando militar, comenzó la homilía con un tremendo acento catalán diciendo “Ya veis, hijos míos, a donde nos ha conducido vuestra mala cabeza; la iglesia quemada, la mitad de los vecinos muertos, el ejército en la calle y yo… yo ¡hablando en castellano!”.

Fue un jovencísimo Jordi Pujol, fuertemente vinculado con la iglesia, el que supo ver las ventajas de tenerla de su lado

Fue un jovencísimo Jordi Pujol, fuertemente vinculado con la iglesia, el que supo ver las ventajas de tenerla de su lado. Crist Catalunya, el famoso CC de las épocas de la dictadura, es un buen ejemplo de ello. Algún malévolo dirá que cuando Marta Ferrusola, esposa del President, indicaba crípticamente a su banquero de Andorra que traspase tantos millones de una cuenta a otra, refiriéndose a ellos como misales y firmando como Madre Superiora podría ser un guiño con respecto a esa afinidad. No caeremos en tal cosa. Pero no podemos obviar que el Abad de Montserrat Escarré tuvo que exiliarse por su apoyo al nacionalismo catalán en tiempos de Franco. Ni que la postura de la iglesia marcó muchas de las decisiones políticas de Pujol en temas como el aborto, por ejemplo. Todo a cambio, claro está, de una subyugación al ideario nacionalista, a esa Cataluña pretendidamente idílica de obra de teatro de Guimerà, de ambiente horaciano rural e idílico.

Quizá los firmantes del manifiesto lo ignoren, pero el suyo no es un gesto nuevo. Colocarse al lado de la insurrección no es cosa de hoy. Pero ¿saben con quién van de la mano en esta aventura? ¿Se han parado a reflexionar acerca de las CUP, que pintan en los muros de las iglesias catalanas frases terribles como “la única iglesia que ilumina es la que arde”, mientras pide aritos la construcción de mezquitas? ¿Van a tomar partido en una sociedad fragmentada por una de las partes?

Lejos quedan los tiempos en los que, con tan solo treinta y ocho años, Vicente Enrique Tarancón fue designado obispo de Solsona, la misma sede que actualmente ocupa el Excelentísimo y Reverendísimo Obispo Novell. Tarancón no hubiese firmado el manifiesto. La mayoría de los obispos actuales tampoco lo han firmado. Recuerden aquellas dos frases, una eclesial y otra laica. La primera dice que hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. La segunda la pronunció el presidente de la República española Don Manuel Azaña: paz, piedad, perdón.

Nada más y nada menos.

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