A pesar de las bravatas, los desafíos, las manifestaciones y los discursos encendidos, los gobernantes catalanes tienen miedo. Miedo de lo que hará el estado, de lo que harán lo suyos, miedo de ellos mismos. Es ese miedo que, como ya dejó sentenciado Goethe, hará que sus adversarios venzan.
Noches de insomnio, días de facundia
No hay que darle más vueltas: si en Cataluña hemos llegado al momento presente solo se debe a la inacción por parte del gobierno de España, a su proceder timorato. Ayer lo decía José María Aznar de manera lapidaria, los separatistas interpretan el silencio como debilidad. El tacticismo de Mariano Rajoy, que ha pretendido llevar los asuntos de estado con Cataluña de la misma manera que una partida de dominó en el casino de pueblo ha provocado que los separatistas pensasen que nadie iba a llamarles al orden seriamente.
Es lógico que Puigdemont se encuentre sorprendido por la detención e ingreso en la cárcel de los dirigentes de la ANC y de Ómnium. Nunca pensó que podía ser posible, igual que Artur Mas no creyó que debería pagar cinco millones o Junqueras que setecientas empresas iban a marcharse de Cataluña. Son personas que lo han tenido todo muy fácil, con la administración catalana y la complicidad de sus medios de comunicación ejerciendo de colchones en los que descansar cómodamente. La vida los ha tratado bien, nunca han tenido que pagar el precio de nada y ahora, que se dan cuenta de que sí, que no existe nada gratis, que la política no es una broma, ahora que la hora del patio finaliza y toca rendir cuentas, se encuentran desnortados, paralizados, desconcertados. Hoy dicen que las empresas ya volverán y al siguiente que, si no vuelven, peor para ellas. Han pasado del remoquete cansino de que la Unión Europea se precipitaría ante la Cataluña independiente, poco menos que implorándole que entrase en su selecto club, a decir que fuera de la UE se vive tan ricamente.
Las 'jaimitadas' de Puigdemont, el ahora proclamo la república, pero no, pero sí, pero pido diálogo, no obedecen más que al miedo que sienten él y sienten los suyos
Ese baño de realidad, que no ha hecho más que empezar, les produce otra sensación, una que tampoco han experimentado jamás: el miedo. Porque, sépanlo en toda España, las 'jaimitadas' de Puigdemont, el ahora proclamo la república, pero no, pero sí, pero pido diálogo, no obedecen más que al miedo que sienten él y sienten los suyos. Tienen miedo del abismo que les ha devuelto la mirada y es negro, profundo, sin posibilidad de salir de él una vez caídos en su abisal profundidad. Tienen miedo ellos, tienen miedo sus correligionarios, burgueses pacíficos, empresarios del tres por ciento, funcionarios de la gralla y la sardana, que jamás osaron creer que sus cantos patrióticos y su olímpico desdén hacia España acabaría llevándolos a ser unos revolucionarios a su pesar.
Tienen miedo sus voceros mediáticos, que ya se la ven venir y, como no saben vivir sin la subvención pública, están tascando el freno por lo que pudiese pasar, véase el ejemplo del Grupo Godó o, impensable hace un mes, el del diario vinculado a Esquerra Ara.
Tienen miedo los empresarios que abonaban religiosamente el pizzu o mordida a los Consellers de turno, satisfechos y felices, porque lo hacían “pels nostres”, por los nuestros. Tienen miedo en el Barça, ellos, que tanto han hecho para abonar el caldo de cultivo de lo que hoy estamos padeciendo. Hay miedo, sí, porque lo desconocido siempre produce temor, y con ese pánico que les produce tener que obrar en consecuencia a sus inflamadas soflamas patrioteras ahora están en catalepsia, esperando un milagro. Los últimos creyentes son quienes provocan las mayores desgracias. Creen en su búnker empapelado de esteladas que alguna mediación extranjera, algún designio divino los va a salvar in extremis, pero en su fuero interno saben que no, que parafraseando al filme El hundimiento, el ejército de Wenck no va a venir, que están rodeados por un océano de ley.
Los consellers, con esa sonrisa que pretende ser autosuficiente, se convierten en muecas crispadas. No ha hecho falta que entrasen los tanques por la Diagonal ni que hubiera inmolaciones patrióticas
Al pasar frente al Palau de la Generalitat se nota, se palpa, se huele ese miedo. Las caras de los consellers, con esa sonrisa que pretende ser autosuficiente, se convierten en muecas crispadas. No ha hecho falta que entrasen los tanques por la Diagonal ni que hubiera inmolaciones patrióticas. Solo con las empresas que se han ido – algunas, las más, para no volver nunca – y dos ingresos en la cárcel ya se han puesto todos a elaborar planes B, C, y así hasta la Z. Su miedo empieza a calar entre los partidarios del sueño independentista, que ven prolongarse día a día la agonía de un proceso que jamás tuvo hoja de ruta, solo una serie de faroles a cuál más burdo y tabernario.
No rectificarán
Está claro que el propio miedo al ridículo, a quedar como cobardes, a que les digan que no han sabido estar a la altura va a condicionar que Puigdemont y los suyos sigan adelante. Ese es otro miedo, quizá tan poderoso como el de la incertidumbre ante el estado de derecho. Tengamos presente que el miedo, en política, engendra siempre crueldad, como dijo Maurois. Es en ese terreno cenagoso y sin esperanza donde se mueve el Govern de la Generalitat. Sabiendo que no van a conseguir lo que se proponían, seguirán adelante como el sonámbulo que camina por la cornisa de un sexto piso. Sus mentalidades estrechas, provincianas, hechas a lo enano y banal, no pueden admitir que se equivocaron. Ese orgullo, esa soberbia, les ciega e impele a precipitarse más y más en su carrera hacia la nada.
En ese loco empeño han recabado la ayuda de pro etarras, de radicales, de demagogos, de resentidos, de los que odian a España, al PP, al PSOE, da igual, la cuestión era no saberse solos en sus delirios. Abandonaron a los sectores que les habían apoyado tradicionalmente, es decir, los grandes empresarios, las pequeñas y medianas empresas, los comerciantes e incluso los independentistas de corazón que, con toda lógica, se sienten cansados después de cinco años de proceso, manifestaciones, banderitas y toda suerte de folclore.
Cegados por sus propios miedos, en su patética vanidad, los actuales dirigentes secesionistas van a consumar su locura no tanto por convencimiento, sino porque no tienen otra opción. Los miedos yuxtapuestos son la causa, no lo duden, de su actuación irresponsable. De la misma manera que los miembros de la antigua Convergència están temblando al ver que se acaba su tiempo, su manera de entender la política, su continuo cambalache, los que dirigen ahora el cotarro, salidos de las Juventudes Nacionalistas, sienten el mismo pánico. Ellos, criados en el pujolismo con el inherente sentimiento de superioridad frente a todo lo que no fuese su ideario político que les hemos consentido todos, dentro y fuera de Cataluña, también entienden, aunque se nieguen a confesarlo, que al estado no se le puede hacer chantaje para después salir indemne.
Es el miedo que siente el delincuente al escuchar las sirenas de los coches patrulla, el miedo que experimenta quien sabe que obró mal, el miedo del pecador, del que se sabe en falta
Es el miedo que siente el delincuente al escuchar las sirenas de los coches patrulla, el miedo que experimenta quien sabe que obró mal, el miedo del pecador, del que se sabe en falta.
Es una lástima que su miedo sea bien distinto de aquellos que también tenemos miedo, pero no por quedar mal ante los nuestros o por como la historia ha de reflejar nuestra actitud; nuestros miedos son mucho más cotidianos, encaminándose hacia nuestra tierra, a la convivencia pulverizada, al desastre económico.
Son, en suma, miedos mucho más humanos que los suyos que, incluso en esto, han de caracterizarse por la mezquindad y el egoísmo. Así es como esta generación de aprendices de brujo pasará a la historia, como la de una generación que pudiendo hacer todo se quedó en la nada.
Miquel Giménez