El grupo de acólitos irreductibles que celebra en la calle Ferraz de Madrid todas las gestas, ya sean pírricas, del Partido Socialista, gritaba el pasado domingo “con Iglesias sí”, lo mismo que el 28 de abril gritaba “con Rivera no”. Algunos amigos míos que tienen el pecado de la generosidad intelectual piensan que estas cosas no importan, porque la política produce ineluctablemente extraños compañeros de cama. Pero esto no es verdad, al menos en España.
Yo me precio de conocer al Partido Socialista como a la madre que me parió porque nací en un pueblo donde ha ganado siempre desde las primeras elecciones democráticas, y lo volvió a hacer el 10 de noviembre, y así siempre estuve persuadido con antelación de que Pedro Sánchez derrotaría a Susana Díaz en las primarias de la época. Ante la masa más fiel en una noche de domingo heladora, el presidente en funciones, que es el político contemporáneo más inepto de la historia del país -tras haber sobrepasado con creces al despreciable Zapatero- contestó a la servidumbre que esta vez “sí habría un gobierno progresista en España”.
Pese a que el PSOE se ha dejado en la gatera tres escaños y 700.000 sufragios en seis meses, todavía ha sido, por desgracia, el partido más votado. Ha perdido el órdago que lanzó buscando un respaldo adicional que no ha conseguido; ha fracasado en su demanda de que el país hablara más claro, ofreciéndole un apoyo que le permitiera prescindir de hipotecas enojosas, pero a este personaje singular, que es Sánchez, que tuvo que soportar el oprobio de su defenestración como secretario general del partido y que después recuperó el mando sobre la base del tesón y del trabajo bien hecho, llegando a ser presidente del Gobierno -ya fuera malversando el principio constitucional de una moción de censura de carácter constructivo-, cualquier desafío le parece menor con tal de seguir en La Moncloa. Y está dispuesto a consumar este reto final en favor de un “Gobierno progresista” aunque tenga que ceder, ineludiblemente, ministerios a Podemos o bajarse los pantalones con los independentistas de Esquerra, pagar el peaje correspondiente al pérfido PNV o lo que haga falta. Este político que nos ocupa está hecho con un patrón único, que es de cemento armado, y que entronca con la tradición socialista más vil, presidida por su odio visceral a la derecha.
Cuando mis amigos intelectualmente sobrepasados me decían que este personaje acabará arrugándose y pactando con el PP, porque no queda otro remedio, me daba la risa. Cuando los sesudos editorialistas de los periódicos más sensatos postulan que “sólo un gran acuerdo de las fuerzas constitucionalistas con vocación reformista y con el espíritu de concordia inherente a la génesis de la democracia puede acabar definitivamente con el bloqueo” todavía me río más. No me parece mal que esgriman por anticipado su carta a los Reyes Magos. Lo que digo es que su propuesta caerá seguro en saco roto. Entre otras cosas porque el Partido Socialista, desde el advenimiento letal de Zapatero, hace tiempo que se ha apartado, en el sentido estricto de la palabra, del espíritu constitucional.
Sánchez convocó las elecciones con el pretexto de que no podría dormir tranquilo en La Moncloa con la gente de Podemos en el Gobierno. Pues si no quieres café, aquí tienes dos tazas
Aunque pese a los pocos días que han pasado casi parezca una anécdota, la exhumación de Franco abunda en el propósito genuino de Zapatero de rechazar la transición política y la monarquía parlamentaria como la continuación del franquismo -que es lo que fue, de “la a la ley”, como dijo Torcuato Fernández Miranda-. Lo que busca Sánchez, el hijo putativo de Zapatero, y lo que comparte con el señor Iglesias de Podemos, es imponer la idea de que la democracia que se instala en España en 1978, de donde tiene que venir, que su origen y legitimidad debe ser la infausta y criminal Segunda República y el Frente Popular en el poder el 18 de julio de 1936, borrando así de un plumazo setenta años de historia, los 35 de Franco, los 40 años de la transición, y las herencias y consecuencias de esos 70 años en todos los órdenes. Por eso permite que se incendie Barcelona, que Cataluña continúe al margen de la ley y por eso se ha entregado al PSC que dirige la vedette Iceta, que baila al son del separatismo.
Además de con la intención de ganar un poder adicional que no ha conseguido, Sánchez convocó las elecciones con el pretexto de que no podría dormir tranquilo en La Moncloa con la gente de Podemos en el Gobierno. Pues si no quieres café, aquí tienes dos tazas. Ahora no va a tener más remedio que tragar con una sobredosis de aceite de ricino, porque lo que en ningún caso hará, en contra de lo que piensan mis amigos intelectualmente sobrepasados, es gobernar con la derecha del PP. Esto lo ha dicho por activa y por pasiva, y conociendo al PSOE como a la madre que me parió, en este caso me lo creo. Y casi voy a decir que me alegro.
Naturalmente, no me alegro de que el país vaya a vivir un infierno, que es lo que va a suceder porque el ritmo de crecimiento económico se va a detener más pronto que tarde, porque el paro va a empezar a aumentar de manera alarmante -como de hecho ya sugieren las estadísticas- y porque la inversión internacional se va a esfumar, sino porque está comprobado fehacientemente que mis compatriotas sólo aprenden a hostias, cuando la recesión nos deja su probado reguero de destrucción de tejido productivo y de empleo y entonces llaman a la puerta de los que siempre han demostrado capacidad para arreglar los problemas colosales que genera indefectiblemente el socialismo, y más todavía el de la última hornada de Zapatero y ahora de Sánchez.
No puede haber un Gobierno de coalición de Sánchez con el PP de Casado, primero porque el presidente en funciones siente una aversión inexorable por la derecha, pero también porque es literalmente imposible un acuerdo entre quien quiere gastar más, subir los impuestos, intervenir aún más la economía o dar más poder a los sindicatos con el que se propone justamente lo contrario, que es reducir la presión fiscal, liberalizar más el modelo productivo, intentar racionalizar el sistema de pensiones y controlar el gasto público.
Cuanto peor vayamos a corto plazo, pues la legislatura previsible será afortunadamente efímera, mejor iremos en el futuro
Me produce una tremenda conmoción que una parte tan importante de mis compatriotas todavía piense que es sostenible nuestro elefantiásico Estado de bienestar, que es posible seguir subiendo el salario mínimo, a costa de perjudicar gravemente la competitividad de las empresas, o que es factible elevar demoníacamente el gasto social como pretende Podemos, devastando fiscalmente a las personas más capaces de generar riqueza, crecimiento y empleo. Pero esto es lo que va a hacer inevitablemente el señor Sánchez dando entrada en el Gobierno, esta vez sin excusas, como le pedían los acólitos trastornados de la noche del domingo en Ferraz, al señor Iglesias y los partidarios del chavismo, del peronismo, de Evo Morales y de toda la escoria de la humanidad sin excepción.
Esto es lo que han decidido los españoles y no hay otro remedio que admitirlo y pensar, como creo, que si así lo han decidido que así sea. Cuanto peor vayamos a corto plazo, pues la legislatura previsible será afortunadamente efímera, mejor iremos en el futuro. La factura que pagaremos, a cambio, será impresionante, pero los que votan a la izquierda siempre piensan, ingenuamente, que estas facturas las abonan los demás, los que llaman ricos, cuando lo cierto es que los principalmente perjudicados serán la gente en situación más precaria. Si estos, reiteradamente engañados pero inasequibles al desaliento, o los convencidos, continúan aferrados a las fórmulas de la izquierda tantas veces fracasadas, no tengo más que decir que tienen bien merecido el dolor que les espera irremisiblemente.