Denunciaba Claire Lehmann, editora del magazine Quillette, a propósito del atentado de Manchester, que cuando los niños aún estaban retirando de sus cabellos trozos de carne humana, la islamofobia se había convertido ya en la preocupación prioritaria.
En efecto, con los cadáveres aún calientes, numerosas personas, desde las redes sociales y los medios de comunicación, orientaron sus esfuerzos no sólo a contener la inevitable ira de una multitud conmocionada, sino a perseguir y censurar cualquier exceso dialéctico.
Con el eco de la explosión todavía reverberando, repetían que no era el Islam sino el extremismo religioso el que asesinaba. Que no eran sus practicantes sino un número reducido de fanáticos. Así, con los cuerpos, brazos, piernas, cabezas, vísceras y sesos aún esparcidos por doquier, los celosos guardianes de la tolerancia imponían una contención emocional que no dejaba margen para esos instantes de furia, atolondramiento e histeria que sobrevienen inevitablemente después de una masacre.
Cuando la sangre derramada aún está fresca, no es el momento de prevenciones morales. Numerosas personas acaban de ser asesinadas. Y lo que la civilidad exige es justicia
Es evidente que después de un acto de violencia atroz las emociones se disparan. Y siempre habrá quienes aprovechen la turbación para denunciar el Islam como la mayor de las amenazas. Sin embargo, cuando la sangre derramada aún está fresca, no es el momento de prevenciones morales. Numerosas personas acaban de ser asesinadas. Y lo que la civilidad exige es justicia; es decir, que los criminales y sus cómplices sean perseguidos, detenidos, juzgados y castigados. Después, cuando los restos humanos sean debidamente enterrados y los ánimos se calmen, será momento de hacer prevenciones, pero también de realizar análisis que vayan más allá de la acrítica tolerancia europea.
La falsa tolerancia
Como explicaba Furedi, desde la llegada de la democracia liberal, la primacía de la libertad como valor fundamental supuso abstenerse de coaccionar a los discrepantes y condenarlos al silencio. Y si bien, desde la perspectiva liberal clásica, ser tolerante implicaba juicio y discriminación, en última instancia no podía existir censura sino que se imponía el respeto hacia las personas que, en conciencia, tenían determinadas creencias. No obstante, ese respeto no era acrítico puesto que existía un conexión entre tolerancia y juicio. Sin embargo, en la esfera pública actual esa conexión ha desaparecido: la tolerancia ha pasado a ser un mero complemento "inclusivo”, de tal suerte que, como advertía Alan Wolfe, "No juzgarás" se ha convertido en el undécimo mandamiento.
En realidad, debatir nuestras diferencias y señalar a los demás lo que nos resulta desagradable de sus creencias es algo consustancial a la democracia. Sin crítica y sin juicio, la tolerancia es un valor superficial, una excusa para no escuchar y, lo que es peor, para evitar dilemas morales. Sin embargo, la tolerancia que se promueve desde las instituciones nacionales e internacionales es superficial, y cualquier cultura, costumbre o conducta que se derive de estas no puede ser juzgada sino aceptada de forma acrítica por el bien de la armonía y la paz social.
La Unión Europea, en colaboración con Twitter y Facebook, se plantea desarrollar directivas no ya para perseguir la intolerancia flagrante, sino para evitar la difusión de contenidos que pudieran dar soporte intelectual a cualquier cosa que remotamente se le parezca
Así, paradójicamente, en las democracias actuales, no ya los exabruptos sino el propio acto de juzgar está siendo censurado, incluso erradicado del espacio público. De hecho, la Unión Europea, en colaboración con Twitter y Facebook, se plantea desarrollar directivas no para perseguir la intolerancia flagrante sino para evitar la difusión de contenidos que, de alguna remota manera, pudieran dar soporte intelectual a cualquier cosa que, a juicio de técnicos y burócratas, se le parezca, lo que jurídicamente es un disparate; y democráticamente, una barbaridad. Con todo, lo peor es que la posición de las instituciones nacionales e internacionales, de los políticos y expertos respecto de esta peligrosa deriva iliberal no sólo no es contraria sino fervientemente favorable.
A este respecto, la declaración de la UNESCO es paradigmática. Su llamada a la tolerancia se presenta como
“una respuesta al actual aumento de los actos de intolerancia, violencia, terrorismo, xenofobia, nacionalismo agresivo, racismo, antisemitismo, exclusión, marginación y discriminación contra las minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas, los trabajadores migrantes, los inmigrantes y los grupos vulnerables dentro de las sociedades, así como los actos de violencia e intimidación cometidos contra personas que ejercen su libertad de opinión y de expresión, todo lo cual amenaza la consolidación de la paz y la democracia tanto a nivel nacional como internacional, y son obstáculos para el desarrollo”.
Pero por ningún lado se contempla que las creencias, y no los individuos, puedan ser juzgadas racionalmente como inconvenientes.
El problema es Europa
Hoy se dirime si el Islam es el problema o lo es su perversa interpretación por parte de minorías radicalizadas. Tras los sucesivos atentados yihadistas, mientras algunos exigen su prohibición y el cierre de fronteras, otros abogan por más y mejores políticas de integración y la permeabilidad total de las fronteras. Parece lógico deducir que la mayoría de musulmanes que viven en Europa no son radicales, de lo contrario, la situación hace tiempo que se habría vuelto completamente insostenible. Sin embargo, no es tanto que la gran mayoría sean moderados o, incluso, en algunos casos laicos, como el poder que sobre toda la comunidad musulmana ejerce una minoría radicalizada y bien organizada, especialmente en las mezquitas, los suburbios y guetos donde la concentración de islamistas resulta abrumadora.
La inmensa mayoría de vascos ni eran terroristas ni simpatizaban con ETA, pero bastó la determinación de una minoría radical bien organizada y financiada para atenazar e instrumentalizar a la sociedad vasca
Los españoles deberíamos entender mejor que la mayoría de europeos la dinámica que tiene lugar en estas circunstancias. No en vano, durante los años de plomo de ETA, el País Vasco sucumbió a la ominosa ley del silencio. La inmensa mayoría de vascos ni eran terroristas ni simpatizaban con ETA, pero bastó la determinación de una minoría radical bien organizada y financiada para atenazar e instrumentalizar a la sociedad vasca. Evidentemente, algo tuvo que ver, cuando menos, la pérdida de competencias del Gobierno Central, la “neutralidad” de las instituciones autonómicas y, de manera derivada, la permisividad de las autoridades locales.
Lo mismo parece suceder con las instituciones nacionales, regionales y municipales en numerosos países europeos respecto a unas comunidades islámicas cada vez más numerosas e infiltradas por radicales. En los lugares donde la concentración es muy elevada, el Estado de derecho retrocede. Lo cual no sólo supone un problema para la supervivencia de la sociedad abierta sino que, además, deja a los que están en disposición de integrarse a los pies de los caballos; es decir, en manos de los radicalizados.
La pérdida de autoridad
La dejación de las instituciones europeas a la hora de hacer prevalecer leyes generales ha sido enmascarada con la tolerancia acrítica. Así, el carácter general de la ley, que es propio de la democracia liberal, ha dado paso a un particularismo legislativo y a reglas informales donde la excepción cultural es la norma. Con el tiempo, la renuencia a abordar el problema con todas sus consecuencias y, sobre todo, sus costes políticos, es lo que ha impedido la integración de las comunidades musulmanas. Y también que, en la práctica, sean las minorías radicales bien organizadas las que estén imponiendo progresivamente la Sharia.
Sobre el papel, los gobiernos europeos tienen todavía el poder. Pero, a nivel social, en los lugares donde las comunidades musulmanas son mayoritarias, carecen ya de la autoridad
Sí, sobre el papel, los gobiernos europeos tienen todavía el poder para revertir la situación. Pero, a nivel social, en los lugares donde las comunidades musulmanas son mayoritarias, carecen ya de la autoridad necesaria para hacerlo; de la voluntad de los gobernantes ni hablamos. Resulta por lo tanto comprensible, o al menos debería serlo, que muchas personas se planteen hasta qué punto las políticas de acogida estarán cebando una bomba. Y debatirlo abiertamente no es iliberal, al contrario: es de un liberalismo prístino.
Recuperar el juicio
Si alguna lección debemos extraer de todo este despropósito es que, contrariamente a lo que instituciones internacionales como la UNESCO expresan, no existe obligación moral de extender el respeto otorgado al ejercicio de la autonomía individual a la conclusión o creencia subsiguiente. El proceso del razonamiento moral y la toma de decisiones implica necesariamente realizar actos de juicio. La sociedad abierta no puede mantenerse de otra manera; tampoco el Estado de derecho. Sin embargo, en contra de esta interpretación liberal clásica, la versión dominante de la tolerancia pretende despojarla del acto del juicio.
Con todo, lo más preocupante es que este error se está institucionalizando a través de la acción indicativa de los gobiernos, incluso de la propia Unión Europea. Y ahora se proponen vigilar no ya actos y expresiones manifiestamente impertinentes sino, también, juicios racionales que supuestamente "puedan" inducir a la intolerancia. Si esto es liberal, que venga Alá y lo vea.