Quizá ustedes recuerden una magnífica película que se titulaba La Reina, protagonizada por Helen Mirren –ganó el Oscar a la mejor actriz por esa interpretación– y dirigida en 2006 por Stephen Frears. Yo la he visto varias veces y no me canso. Cuenta la crisis que vivió la Familia Real británica en 1997, cuando Diana de Gales se mató en París, en un accidente de coche, mientras huía de los paparazzi. Isabel II no la podía ni ver. El resto de la familia, tampoco, salvo sus dos hijos, como es lógico. Y la reina cometió un error: no hacer nada en absoluto hasta que no tuvo más remedio, porque la marea del dolor popular (luego indignación con ella) le llegaba ya a la cintura.
Tony Blair, laborista escocés, acababa de ser elegido primer ministro después de aplastar al conservador John Major en las elecciones. Y Blair sí se dio cuenta de que había que reaccionar. Lo vieron claro él y su equipo más próximo, que estaba formado por muy pocas personas. Es curioso que entre ellas hubiese varios conspicuos “republicanotes” que, lo mismo en la película que en la vida real, bromeaban ácidamente sobre la monarquía y sobre la propia reina. Era el caso de la propia esposa de Blair, Cherie Booth, y del portavoz de Downing Street, un hombre que para Blair era indispensable porque era el que generaba ideas y frases brillantes, el que mejor sabía comunicar, el que estaba detrás de los discursos del primer ministro. Había sido el director de su campaña electoral. Su nombre era Alastair Campbell. Fue él quien ideó aquella expresión que se haría célebre, “la princesa del pueblo”.
Es curioso que el actor que encarnaba a Campbell en la película, Mark Bazeley, se pareciese tan extraordinariamente, en sus rasgos físicos, al auténtico 'mano derecha' de Blair. Este era un hombre brillante, antiguo periodista y editor en medios como el Daily Mirror y Today. Si se toman ustedes el trabajo de fisgar en la entrada que Campbell tiene en Wikipedia comprobarán que parece escrita por su peor enemigo, pero hay otras fuentes más ecuánimes. Campbell, que hoy tiene 63 años, es una persona influyente y respetada en el Reino Unido.
Alastair Campbell publicó hace días, en el Mirror, un artículo tremendo en el que hablaba del actual primer ministro británico, Boris Johnson. El artículo ha sido ampliado o modificado para su publicación posterior en otros medios, alguno de ellos español. Campbell conoce bien a Johnson: ambos fueron periodistas en la misma época, aunque en medios diferentes, y solían coincidir. Epítetos aparte, una de las frases más llamativas de Campbell es aquella en la que dice que él escribió numerosas veces sobre Margaret Thatcher y que, aunque no estuviese de acuerdo en casi nada ni con lo que ella decía ni con lo que hacía, jamás sintió vergüenza al oír que otros se referían a la dama de hierro como primera ministra del Reino Unido. Y que eso es imposible con un tipo como Johnson.
Johnson es un tipo capaz de decirles a los ciudadanos que Bruselas pretendía imponer los preservativos de talla única, o prohibir los plátanos curvos, y al final estallar en risotadas"
Cualquiera que haya vivido en Gran Bretaña o que conozca bien el país sabe que la inmensa mayoría de los británicos tienen un concepto muy claro de lo que es su país y de lo que valen sus instituciones. Tienen uno de los Parlamentos más vocingleros de Europa, junto con el italiano y, ahora, el español. Las broncas en los Comunes no son ni una excepción ni siquiera noticia, porque ocurren todos los días desde hace cientos de años. Al primer ministro, sea quien sea, le llueven improperios, descalificaciones casadescas y mentiras abascalinas sesión tras sesión, y nadie se molesta por eso: es una costumbre muy antigua, casi una tradición, y todos los británicos saben que es teatro, que al final se toman las decisiones que hay que tomar y que la Cámara funciona como es debido. Eso les ha pasado a todos, lo mismo a Churchill que a Thatcher, a Eden, a Chamberlain, a Wilson, a Cameron, a May y a todos los demás.
Pero nunca –dice Alastair Campbell– se había colado en el número 10 de Downing Street un tipo como Boris Johnson. Que es, esencialmente, un mentiroso, un bufón y un absoluto incompetente. Y esto no tiene que ver con sus ideas políticas sino con su personalidad y con su formación. Un tipo capaz de decirles a los ciudadanos que Bruselas pretendía imponer los preservativos de talla única, o prohibir los plátanos curvos, y al final estallar en risotadas y admitir que todo se lo había inventado él. Un tipo capaz de subirse en marcha al peligrosísimo caballo del Brexit (el mayor disparate cometido por los británicos en más de dos siglos) porque creía, y con razón, que la demagogia le beneficiaría a él, a su carrera política. Un tipo incapaz de reaccionar ante la covid-19 con nada más que eslóganes y bravuconadas, hasta que él mismo cayó enfermo: hoy el Reino Unido sobrepasa bastante los 42.000 muertos, es el tercer país del mundo en número de fallecidos y el quinto con más personas infectadas. Solo le superan los EEUU de Trump, el Brasil de Bolsonaro, la Rusia de Putin (Campbell los llama “la liga de la muerte” y Der Spiegel “los cuatro líderes del mundo infectado”) y, desde hace días, la India de Narendra Modi. El Reino Unido, dirigido por este botarate, mantiene ahora mismo una media aproximada de doscientos muertos diarios, aunque la cifra, menos mal, va bajando. En Francia, Alemania, Italia o España mueren cada día (crucemos los dedos) muy pocas decenas de personas.
El virus ha demostrado que la muerte no entiende de ideas políticas, pero que la lucha contra la pandemia sí. Este señor tan cómico y tan ocurrente, Boris Johnson, ha convertido a su país en la excepción de Europa (con la nada inocente excepción de Rusia) en esta pelea decisiva. Europa es, ahora mismo, un pequeño islote de optimismo en medio de un mundo en el que la covid-19 avanza sin control y sin remedio. En numerosos países de Hispanoamérica está desatado y en Asia, al menos en China, parece haber comenzado la “segunda oleada”, aunque esta vez les pilla con la mascarilla puesta. Los cuatro mandatarios de la “liga de la muerte” siguen a lo suyo, indiferentes a la realidad. Y la realidad es tozuda: este bicho no entiende de fronteras y no hay forma de combatirlo sin tener en cuenta lo que hacen los demás, y esto vale lo mismo para la gente que empieza a volver a las terrazas de los bares, creyendo que todo ha pasado ya y que no volverá, como para los países. Y para quienes los dirigen.
A Alastair Campbell no le faltan motivos, como él mismo dice, para sentir vergüenza del primer ministro de su país, que será muy divertido y muy ocurrente pero que no tiene ni la preparación ni la altura de miras indispensable para ocupar el puesto al que ha llegado. Ahora que en España parece haberse producido un momento de calma (no unánime, desde luego, y veremos lo que dura) y de colaboración en iniciativas muy importantes, mucho más importantes que el guiñol semanal del Congreso, saque cada cual sus conclusiones sobre quién lo está haciendo bien, quién lo está haciendo mal, quién hace sencillamente lo que puede y quién se limita a trabajar por su propio interés personal o político, porque todo lo demás le importa bastante menos.