Opinión

224.001

Número exacto de ciudadanos vascos que en 1998 votaron al candidato Ternera porque pensaron -¿piensan?- que las vidas de sus vecinos no valían lo mismo que las suyas

  • Josu Ternera

“Es él. Lo Tenemos. De puta madre”. Reveladoras palabras de la agente de la Guardia Civil que apresó a Josu Ternera, de apenas veintitrés años y que, como yo, todavía no había nacido cuando, según la policía y todavía pendiente de verificar por la justicia -rarezas de tiránicas e ilusorias democracias-, el ahora anciano José Antonio Urruticoechea ordenó volar la casa cuartel de Zaragoza. Con seis niños y cinco adultos sobre su maltrecha conciencia -ingenuo de mí-, malvivía en una chabola desguazada, encerrado en un cáncer, raquítico e irreconocible. Imposible concebir más certero epitafio para la banda del tiro en la nuca y la dictadura del proletariado.

La cuadrilla abertzale, acostumbrados nos tenían a las habituales celebraciones que el nombre del histórico etarra producía, orgullosos de su fuga y su trayectoria, nos privó esta vez de tales algarabías –oh, sorpresa-, sus rostros no dibujaron sonrisa alguna, no volaron los corchos de Moët como cuando el inefable asesino apretaba el botón rojo de la muerte y sus lobotomizados sicarios corrían a cumplir su voluntad. Es más, su habitual desvergüenza les llevó a convocar una manifestación -permitir estas protestas, otra de esas manías de las dictaduras más dictatoriales- para exigir su libertad.

Fuimos capaces de aceptar con naturalidad que un asesino arribado a número uno de la manada fuese elegido parlamentario

Y no es esta la primera vez que buena parte de la población corre en socorro de uno de sus gudaris más legendarios. Aceptamos con toda naturalidad que un asesino condenado, arribado a número uno de la manada y cumplidos ya sus primeros seis años de presidio en Francia, fuese elegido como parlamentario en las elecciones autonómicas del 98. Llegamos al punto en el que esta ruin concepción de la política nos pareció normal. En el que este tumor en el corazón de la sociedad vasca no nos produjo la peor de las pulsiones. Hubo exactamente 224.001 personas que en mi tierra, la nuestra, la que más sufrió la mordedura de la víbora, no consideraron la presencia de este macabro personaje en las listas de un partido político como razón fatal para no votarlo. Para rechazar quien se atreve a semejante canallada. Hubo 224.001 ciudadanos que pensaron -que piensan- que este vil compatriota era la persona más adecuada para defender sus intereses políticos. 224.001 mayores de edad que lo consideraron como acreedor de su confianza personal. 224.001 ciudadanos que pensaron -¿que piensan?- que las vidas de sus vecinos no valían lo mismo que las suyas. Ciudadanos capaces de mirar a otro lado. De considerar la vida algo accesorio. La muerte del otro, un mal necesario.

Perdieron una estupenda oportunidad -tanto que lo decían- de demostrar que EH -o HB, o Sortu, o como diablos se llamase- no era ETA. Y tanto que lo fue. Perdieron la perfecta oportunidad de demostrar un mínimo de humanidad con sus vecinos y un ápice de moralidad frente a sus propias ideas. Y respecto a lo que hoy nos concierne, ¿perderían esa oportunidad ahora? ¿Cuántos de esos 224.001 ciudadanos volverían a votarle hoy? ¿Cuántas de esas 224.001 personas volverían a mirar a un lado si ETA hoy, tal y como piden algunos de los presos, volviese a matar?

Me temo, no hay más que interpretar los recientes sucesos, que ni más ni menos que los que una sociedad enferma de odio como la nuestra, todavía hoy y duela a quien duela, merece.

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