Confieso que cuando a última hora del pasado sábado José Alejandro Vara me wasapeó anunciándome que el diario El Mundo se disponía a publicar al día siguiente una entrevista con Eloy Velasco, titular del Juzgado de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional (AN), me resistí a dar crédito. ¿El juez de moda, metido en faena de uno de los mayores escándalos de corrupción ocurrido en España, apareciendo a cuerpo gentil en un periódico de alcance nacional la misma semana en que acaba de meter en la cárcel a un buen número de supuestos corruptos? No puede ser, me dije. Fue. Y lo primero que pensé al ver la cosa negro blanco fue: "Este país está patas arriba". Y que esto no tiene arreglo. La misión de los jueces es meter en la cárcel a los corruptos una vez probado su delito, y hacerlo en silencio, sin dar tres cuartos al pregonero. Y no por una simple y elemental prudencia, más que obligada en el caso de un justicia, sino por una cuestión de salud pública, de correcto funcionamiento de las instituciones democráticas. España se parece cada vez más a una república bananera.
Alguno de los colegas y amigos con quienes compartí parecer el domingo de buena mañana tendieron a rebajar la dimensión del escándalo aduciendo que el juez no había hecho alusión a la “operación Lezo”. ¡Solo hubiera faltado! La entrevista de marras no tiene el menor interés desde el punto de vista periodístico, pero sirve para mostrar y demostrar el afán de notoriedad de un juez que el mismo día en que dictaba prisión provisional para unos cuantos imputados en esa causa, asunto de enorme trascendencia para los “premiados”, tenía tiempo para presentar un libro escrito a cuatro manos con su esposa y para conceder la entrevista al diario citado. Afán de notoriedad que, como ocurriera en algún otro célebre caso en el pasado, también hunde sus raíces en la política (fue director general de Justicia de la Generalitat Valenciana entre 1995 y 2003, bajo la presidencia de Zaplana y Camps), un currículum que ha sido aprovechado por el PP, principal destinatario de sus dardos judiciales, para acusarle de perseguir venganza nueva por ofensas, reales o fingidas, viejas.
Lo interesante de la aparición pública del magistrado que tiene entre manos el asunto más complicado al que ahora mismo se enfrenta la AN es que pone en evidencia el tótum revolútum, el merder, la casa de empeños en que se ha convertido la política española y, por extensión, la Justicia y el periodismo, todos juntos y revueltos en un espectáculo de promiscuidad inimaginable en un país serio donde la separación de poderes, la independencia judicial y el secreto del sumario, por citar solo tres de sus características, son algo más que una mera fórmula retórica. Interesante porque permite intuir una especial relación entre juez y medio que, a su vez, ayuda a colegir de dónde proceden algunas de las exclusivas del diario de referencia. Aquí todo el mundo ha perdido la vergüenza y nadie sabe cuál es el lugar que le corresponde; aquí nadie sabe honrar el cargo que ocupa con la discreción exigida y el respeto debido a asunto tan importante como el que tiene que ver con la libertad del prójimo.
Sumarios y grabaciones secretas que son del dominio público
El espectáculo de los “sumarios secretos” que están sobre la mesa de las redacciones, o el de las grabaciones igualmente “secretas” que los medios, en papel o internet, van desvelando en cómodos plazos diarios, es de una impudicia inimaginable años atrás, y vienen a conformar una realidad aterradora donde la ausencia casi total de garantías jurídicas es la norma. Esto está muy mal, y nadie parece interesado no ya en revertir la situación sino siquiera en poner freno a su deterioro. Antes eran las cloacas policiales las que filtraban los escándalos que surtían de maravillosas exclusivas a los Villarejos del periodismo patrio. Ahora las exclusivas proceden directamente de los juzgados. El submundo de políticos corruptos pillados con las manos en la masa, jueces vengativos dispuestos a pasar a cobro facturas atrasadas, policías que se creen catedráticos de Mercantil sin saber leer una cuenta de resultados, y periodistas dispuestos a lo que sea, incluso a poner la mano, con tal de llevarse una “exclusiva” al gañote, conforma un horizonte de país ciertamente tenebroso.
Es verdad que hemos sido gobernados por una banda de delincuentes dispuestos a pillar sin el menor recato, pero si la limpieza del basurero patrio ha de quedar en manos de cierto tipo de policías capaces de arramblar con todo lo que encuentran a su paso cuando entran en un domicilio particular, cierta clase de jueces ansiosos de notoriedad y cierto número de periodistas sin escrúpulos, entonces tal vez sea mejor pillar el petate y salir por pies cuanto antes. Filtrar una lista de 60 personas –como ayer hizo el Juzgado Central de Instrucción número 6 para detectar posibles propiedades de los aludidos-, supone poner al lado de cada uno de esos nombres una cruz difícil de eliminar en el futuro. Estamos ante un fin de fiesta, un final de Régimen caracterizado por una casi total ausencia de seguridad jurídica, un asunto que sin duda tendrá consecuencias en el crecimiento y la inversión. Tengámoslo claro: leña a los corruptos, por supuesto, sin compasión, pero garantías jurídicas plenas, como corresponde a un estado dizque de Derecho, y quien quiera notoriedad, modelo Baltasar Garzón, querido Emilio, que cambie de oficio y acuda a los platós donde es posible labrarse una justa fama sin atentar contra vida y hacienda de nadie.
A un juez se le conoce por los autos que emite y las sentencias que dicta. Por lo que hace, no por lo que dice. Por sus obras les conoceréis. Pero estos son los monstruos que ha creado la politización de nuestra Justicia. Son, también, los “jueces del pueblo”. Es la única parte interesante, hasta divertida, desternillante incluso, de la entrevista de marras: aquella que permite calibrar hasta dónde está calando en la mentalidad de nuestros jueces, de algunos al menos, el chapapote populista que como una mancha de brea amenaza con anegar la tierra yerma de esta sociedad estulta. Aquella que dice que “Los jueces tenemos que interpretar la ley conforme al pueblo. Somos gente del pueblo y el pueblo no perdona apropiaciones económicas o desfalcos como los perdonábamos antes”. El fiscal Vyshinski, protagonista de los famosos juicios de Moscú que en 1938 sirvieron a Stalin para asesinar a los viejos camaradas del PC de Lenin, también se consideraba un “juez del pueblo”. Seguramente también él creía que “las empresas que van bien no reparten beneficios”, como al parecer cree el juez Velasco. Lo dicho: esto está muy mal.