Como sucedió al principio de la pandemia, el apocalipsis que se ha precipitado sobre Valencia y otros lugares de España se ha llevado por delante no solo un horrible montón de vidas y haciendas, sino el estercolero de odio en el que nos hemos acostumbrado a vivir. Es lo único bueno que ha bajado del cielo en estos días. El charrasqueo político general (de charrasca: navaja de muelles) ha quedado en suspenso, salvo algunos escupitajos irrelevantes de los habituales matones de la extrema derecha en el “tuiter” de los c… Pero no se hagan ilusiones: la pausa será breve, como pasó en aquel pavoroso marzo de 2020. No tardarán los estrategas del palillo entre los dientes en hallar el modo de echarle la culpa del mortífero diluvio a Sánchez, a Feijóo o al lucero del alba, eso tanto da, y en ponerse a berrear en medio del barro, del llanto y del desamparo de decenas de miles de personas. Demostrarán con eso lo que ya sabíamos: que las víctimas, los muertos, la ruina de tantos ciudadanos y la devastación de pueblos enteros, les importan una reverenda mierda. Ellos van a lo suyo. Para eso les pagan. De eso se alimenta su mente despiadada.
Lo único que aguanta, como un mojón de piedra en medio de la riada, es el “caso Errejón”. Aún le caen a este muchacho algunos minutos de atención, rodeados por el torrente de barro. Como de la gota fría (ahora se llama “DANA”, siglas mucho más suaves con aroma a sala de espera de un hospital) apenas se puede decir nada, porque es el clima cada vez más quebrantado el que nos la ha tirado encima, me gustaría reconocer que ese episodio del joven político de Más Madrid me ha impresionado mucho. Me explico.
Las personas, muchísimas personas (yo creo que no todas), son como aquellos discos que había cuando éramos chicos, los “singles” que se ponían en el tocadiscos: tienen una cara A y una cara B. La cara A es la que vemos habitualmente. La cara B, al contrario de lo que pasaba en los discos, suele estar oculta. Tiene que suceder algo para que la descubramos. A veces llegamos a verla en unas semanas o meses, otras veces no se nos aparece hasta pasados varios años y en ocasiones no se revela nunca. Las novelas –y las crónicas de sucesos– están llenas de abnegados y bondadosos padres y maridos que, después de muertos y convenientemente llorados, sorprenden a todos con que tenían otra esposa, hijos y hasta nietos en Bélgica. O un novio fiel en Sitges. O que eran agentes de la CIA. Esos son los extremos más literarios de la cara B.
No es fácil creer que todo eso fuese falso, impostado, estudiado o premeditado. Ahora mucha gente dice que sí, que este hombre era el mismísimo demonio desde que se levantaba hasta que se acostaba
Yo tenía cierta simpatía por Íñigo Errejón. Alguna vez llegué a pensar que era gay, garrafal error que no demuestra nada sino mi absoluta torpeza a la hora de calibrar a las personas. Pero me gustaban su hablar rápido, nervioso y lozano, su pedantería, su aparente ingenuidad algunas veces –he dicho aparente–, su innegable inteligencia, esa sinceridad con la que se expresaba. Me daba la sensación de que ese chico podía ser un revulsivo, un viento fresco, alguien mucho más libre y espontáneo y honesto que los “militantes” de toda la vida, sometidos a la esclerosis jerárquica de los partidos grandes y condenados a trepar en esa jerarquía, generalmente a golpes de puñal. Además, un tipo capaz de rebelarse contra un estalinista apenas disimulado como Pablo Iglesias no podía caerme mal.
¿Todo eso era mentira? Yo creo que no. Era, simplemente, la cara A del disco. Veíamos al tipo que se movía por la política con la destreza con que un conejo corre por el bosque; al chaval que reconocía con toda naturalidad que se alimentaba al revés de como dicen los expertos: desayunaba como un jilguero y cenaba como Gargantúa y Pantagruel, a pesar de lo cual mantenía su tipito de jugador de tenis. Al gafitas amable que se movía por el Congreso como si estuviese en la Facultad. No es fácil creer que todo eso fuese falso, impostado, estudiado o premeditado. Ahora mucha gente dice que sí, que este hombre era el mismísimo demonio desde que se levantaba hasta que se acostaba. No me parece verosímil. Nadie es así.
Y poquísimos podían suponer –yo, desde luego, no lo habría imaginado jamás– que este tipo de apariencia esencialmente angelical tuviese una cara B tan espeluznante. No porque fuese un adicto al sexo, que de esos hay muchos, sino por su manera agresiva, brutal, irrespetuosa de entender el sexo; de mezclarlo con drogas, de pasar por encima de la voluntad de quien estaba con él, de aprovecharse de su posición y condición para comportarse como un bestia. Como un abusón prepotente.
Aquel ángel optimista que ayudaba a todos, que tiraba del carro como nadie, comenzaba a insultar brutalmente a todo el mundo, desarrollaba una agresividad insoportable y se comportaba como un matoncito de patio de colegio
La cara B es muy peligrosa porque mucha gente ni siquiera sabe que la tiene. O no lo saben o no lo reconocen. Pero está ahí y, cuando surge, es terrible. Yo he visto a la persona más generosa, más abnegada, más trabajadora y más altruista que he conocido en mi vida convertirse en una hidra en menos de dos minutos por el efecto del alcohol. Y no fue una casualidad: sucedió, al menos delante de mí, tres veces. De pronto, aquel ángel optimista que ayudaba a todos, que tiraba del carro como nadie, comenzaba a insultar brutalmente a todo el mundo, desarrollaba una agresividad insoportable y se comportaba como un matoncito de patio de colegio. No puedo entender por qué. Pero además es que ya no quiero entenderlo; alguien capaz de faltarte al respeto de manera tan obscena, aunque sea solo en su “cara B”, es demasiado peligroso y demasiado tóxico.
Yo no sé si esa persona que digo, que tantísimo daño me ha hecho después de haberme ayudado tanto, es consciente de su cara B. Pero sí sé que Íñigo Errejón lo es. Se había puesto, dice él, en tratamiento por sus adicciones y sus “problemas”, que describió en su carta de despedida: un texto maravillosamente pedante, lleno de claves seguramente personales y por eso difícil de entender. Sabía perfectamente lo que le pasaba. Cuando uno se comporta como un animal con alguien con quiere tener sexo, no lo hace sin darse cuenta; no hay ahí accesos de locura transitoria ni pérdidas de la consciencia ni gaitas morunas. El doctor Jekyll siempre supo que también era Mr. Hyde. Jekyll lo lamentaba, pero al menos tenía la disculpa de que solamente se transformaba en el otro monstruo cuando ingería una pócima extraña que seguramente no se parecía en nada a la sidra. Errejón, no; Errejón parecía no disfrutar plenamente del sexo si no era mediante la imposición, la agresividad y, al decir de quienes le conocen, el desprecio. Sabía lo que hacía. Y lo hacía sabiendo que no debía hacerlo, que eso contradecía todo lo que decía y pensaba cuando mostraba ante la gente su cara A. No tiene excusa.
Ya no puede fingir, ya no puede llegar a un acuerdo con ese tipo que le mira desde el otro lado del vidrio. Su lóbrega cara B ha quedado al descubierto de la peor manera posible: está en la picota pública
La ola de neopuritanismo que nos tiene a todos sumergidos desde hace años ha traído muchas calamidades (en EE UU está regulado por ley el número de segundos que alguien puede mirar a otra persona sin que esa mirada se considere agresiva o delictiva), pero también cosas magníficas. Una de ellas es que todos sabemos ya que el sexo tiene que ser siempre consentido, acordado y convenido por los contendientes, sean quienes sean y cuantos sean. Si no es así, se convierte en violencia.
Me pregunto, no sin cierta lástima, qué verá Íñigo Errejón cuando se mire al espejo. A quién verá. Ya no puede fingir, ya no puede llegar a un acuerdo con ese tipo que le mira desde el otro lado del vidrio. Su lóbrega cara B ha quedado al descubierto de la peor manera posible: está en la picota pública y sabe que la culpa solo la tiene él, no hay forma de responsabilizar a nadie más. Estuvo muchos años lanzando a los ciudadanos un mensaje de regeneración no solo política sino moral. Y mira ahora.
Su depravación no tiene que ver tanto con el sexo como con la ocultación, con el fingimiento, con la mentira. Con haber escondido su cara B. Mucha gente nunca se lo perdonará. Lo que me intriga es cómo hará para perdonarse él mismo. Porque el tipo que te observa mientras te peinas es lo más despiadado que hay. A ese sí que no puedes engañarle.