Opinión

La soledad de Casado

Casado se ha quedado solo. Terrible epitafio

Toda caída tiene algo de tragedia griega, de épica, incluso aunque quien se precipita sea denostado. Suele ocurrir que quienes más desprecian al caído son aquellos a quién este ha beneficiado. Para cualquier líder sería provechoso recordar que La Rochefocauld atribuía ese traición más a la debilidad que a otra cosa. Añadiríamos el deseo de perpetuarse en los oropeles, que es lo que le ha sucedido a Pablo Casado. Todos quienes hace apenas una semana, ni siquiera eso, publicaban tuits manifestando sus adhesiones inquebrantables han dado un brusco cambio y ahora lo han dejado en la más absoluta de las soledades, en el repudio, pasando de ser el líder máximo a un estorbo al que hay que orillar si se quiere continuar uncido al carro del vencedor.

Y aunque he sido y soy crítico con la mentira urdida por García Egea y Pablo Casado, bien como cómplice, bien como rehén de su genio malo, debo reconocer que su descenso a los infiernos me provoca cierta conmiseración. Será que me gustan más los perdedores que los ganadores, que me repugna lo tornadizo de la condición humana o que no puedo reprimir cierta solidaridad con los fracasados. Máxime, cuando en España nuestro cainismo nos hace especialmente feroces con el derrotado. Singularmente, los más próximos. Recordemos aquel político inglés al que le dicen que fulanito lo está poniendo a caer de un guindo, ante lo cual responde “Es extraño, no recuerdo haberle hecho ningún favor”.

Nuestro país es imprevisible. Hace poco, el PP ganaba en las encuestas al PSOE, que se hundía a pesar de Tezanos y sus enjuagues. La victoria de Ayuso, apabullante, indiscutible, y el discreto triunfo de Mañueco auguraban un Casado destinado a ser el próximo presidente de España. Ah, pero no Igual sucedió en Ciudadanos con Rivera, que lo tuvo todo para acabar en nada. A Casado no le sirvió su docilidad ante los poderes fácticos, sus ataques feroces a VOX – recuerden la diatriba a Abascal cuando la moción de censura -, la dictadura interna a los dirigentes regionales. Todo estalló con el ataque a Ayuso, los detectives, los dosieres que nadie sabía de dónde salían y en los que se revelaban, supuestamente, datos ilegales acerca del hermano de la presidenta, su reacción virulenta contra la madrileña en un entrevista radiofónica en la que quien esto escribe estuvo presente y atónito. No supo leer lo que pasaba y se rompió lo que parecía irrompible. Cuando todo el partido se pone en tu contra lo mejor es marcharte silenciosamente. Lo hará cuando sea, da igual. Pero se irá, como ya se ha ido García Egea. Eran demasiadas cuentas que saldar.

Insisto en que Casado lo ha hecho muy mal, actuando de modo torticero, obrando de mala fe, mintiendo a sabiendas. Cuando puso a los pies de los caballos a Ayuso creyó que la cosa pasaría en blando, pero la lideresa agarró el toro por los cuernos. Esa es la gran novedad de este affaire. Ayuso obró como la mayoría de nosotros, los de infantería, defendiéndose y hablando clarito, mientras que Casado, en cambio, decidió comportarse como la mayoría de los políticos. Grave error.

Esa caída debe ser doblemente dolorosa para quien soñó presidir el gobierno. No tan solo ha quedado en entredicho su proceder sino que, además, le han dado una lección de cómo debe actuarse en política. Es una salida calderoniana, como los versos que escribió aquel gigante “¡Ah, infame, mal caballero, que a una mujer, sea quien fuere, dejas en manos del riesgo!”. Puede que Ayuso salga desgastada, puede que Feijoo acabe siendo el ganador, pero Casado está condenado a vagar solo para siempre. Sin corte de aduladores ni el teléfono sonando incesantemente. Terrible, abrumadora soledad, en efecto.

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