–Y qué estás leyendo, ahora que tienes tanto tiempo para leer –me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul.
Yo te miro desde la cama y digo para mí: tú no has estado quince días seguidos tirado en un hospital en tu repajolera vida, figurín del toreo.
En un hospital no hay tiempo para leer. Eso es mentira y a quien diga lo contrario le parto la cara porque lo que sí pasa en un hospital es que te pones de una mala hostia terrorífica, sobre todo cuando por cuatro veces te dicen: “Lo mejor para usted es que se quede unos días más, para no correr riesgos innecesarios”. Y tú no puedes creer lo que oyes. Te tienes que ir, sabes que te tienes que ir, no puedes más. Pero cuando miras a tus amigos, que se supone que te quieren tanto y que te rodean en ese momento, te das cuenta –aterrorizado– de que sí, de que están de acuerdo, que quieren dejarte ahí tirado el tiempo que haga falta y diez días más. Y doce. Y te miran con esa sonrisa de espeluznante bondad que tú recuerdas haber visto en Judas Iscariote, en Yago, en las serpientes de cascabel que salen en La 2 después de comer, en Lady Macbeth, quizá en Charles Manson, quizá en Risto Mejide. Y compruebas, mientras buscas la muleta para rompérsela en la espalda, que es cierto, que ellos te consideran un loco, un irresponsable, un crío, un imbécil que no es capaz de cuidar de sí mismo, un torpe que se pasará la vida corriendo “riesgos innecesarios”, que es esa frase compasiva que dice el médico para no llamarte, él también, gilipollas. Que es mejor que te quedes en el hospital. O que te pudras ahí. Qué más les da.
En ese estado de ánimo que acabo de describirles, y que tiene más que ver con las óperas de Verdi o con la novela negra que con lo que debería ser el posoperatorio de una fractura de tobillo, no hay tiempo para leer. Ni tiempo ni ganas. Supongo que lo entienden.
Venet lamenta que los enfermos de artritis y de artrosis tengan tan pocas cosas en común, tan pocas que seguramente se llevarán mal
Hay, sin embargo, excepciones. Pocas, pero las hay. Un amigo muy querido, de los que sin duda preferirían que yo corriese riesgos innecesarios (que es lo que él lleva haciendo toda la vida: lo que se dice un tipo feliz) antes que verme tres semanas tirado en una cama por si acaso, me dejó ahí sobre la repisa un libro que he tardado en abrir. Mi amigo Fernando es un poco gamberro y quizá por eso el libro se titula Escenas de medicina imaginaria, del francés Emmanuel Venet. La editorial que lo publica es una de las pocas joyas que van quedando en el panorama español: Pasos Perdidos. Y el traductor, glorioso, certero y apasionado por su trabajo, es el gran Fernando Sánchez Pintado.
Este canalla de Venet tiene la misma edad que yo y ha vivido una infancia muy parecida a la mía. Lo que hace en este libro es correr un riesgo innecesario (qué maravilla): el de que sus colegas médicos dejen de tomarle en serio, porque su forma de abordar las enfermedades es fascinante. Mucho más gozosa que la de cualquier tipo metido en un pijama verde, con zuecos y gorrito, como los que veo todos los días y todas las noches (tengo pesadillas, obviamente).
Venet dedica a cada enfermedad una página, dos como mucho. Lamenta profundamente que los enfermos de artritis y de artrosis tengan tan pocas cosas en común, tan pocas que seguramente se llevarán mal, y eso padeciendo dos enfermedades tan hermanadas entre sí por el nombre: suenan casi igual y muchísima gente (que no padece ninguna de las dos) las confunde. Ese es el tono general del libro, ya me dirán ustedes. La desvergüenza con que trata a fracturas como la mía es asombrosa. Dice que prefiere a las fracturas de los perros antes que a las de los humanos y destina los peores augurios a los jóvenes que se rompen la cabeza del fémur, ya que, en su opinión, que se la rompan los viejos viene a ser como ver de noche a la Santa Compaña: un anuncio seguro del adiós.
Cada nueva enfermedad, desde la maravillosa miopía a la fiebre puerperal, abre al lector un mundo fascinante de poesía, de analogías disparatadas, de humor, de recuerdos y de riesgos innecesarios
Rodeado como estoy de traidores y fementidos, me reconforma profundamente leer lo que Venet dice de la histeria, sobre todo de la masculina, porque en twitter lo masacrarían por machista-leninista. Se disgusta sin remedio porque la brucelosis deba su nombre a un tan Bruce, y no a Bruselas, a la que imagina inundada de cabras y ovejas poéticamente infectadas para contaminar a Jacques Brel, Baudelaire y otros corredores de riesgos innecesarios igualmente adorables. Del paludismo le fascina su nombre en francés: el mal aire, y gracias a las enfermedades infantiles (sarampión, paperas, rubeola, varicela, escarlatina, todas esas que van por ahí siempre juntas como hordas de tías solteras de las de mi infancia) Venet desemboca, no se sabe cómo, en los más emocionantes párrafos sobre Hölderlin y sus amores que yo recuerdo haber leído en toda mi vida. Cada nueva enfermedad (desde la maravillosa miopía a la fiebre puerperal, que es como el dios Jano: abre y cierra) abre para el lector un mundo fascinante de poesía, de analogías disparatadas (¿disparatadas?), de humor, de recuerdos y de riesgos innecesarios.
Quizá de eso se trata. Quizá hay una conspiración universal de la gente que me quiere (repasen, por favor, el insuperable capítulo Paranoia) para que yo, triste cuitado, me quede en esta prisión, que no sé cuándo es de día ni cuándo las noches son, sino por una avecica que me cantaba al albor; es decir, para que me leyese el libro Escuelas de medicina imaginaria, de Emmanuel Venet, publicado por Pasos Perdidos y traducido por Fernando Sánchez Pintado. Si así fuese, habría merecido la pena descarallarse la pata. Algo que no les recomiendo. Pero sí el libro, desde luego. Léanlo: no se arrepentirán.
¿Ven? Ya estoy de mejor humor.