Opinión

Leopoldo, quince años

Su mujer (a mí no me gusta llamar “viuda” a la gente), Pilar Ibáñez, está dolida, seguramente triste. “Quince años ya”, dice, “y nadie se acuerda de él. Es como si no hubiese existido”

  • Leopoldo Calvo-Sotelo.

No le falta razón. Anteayer, 3 de mayo, se cumplieron quince años del fallecimiento de Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, el segundo presidente del Gobierno de nuestra democracia. También el más breve: apenas 21 meses y unos pocos días. Busquen ustedes el internet. Apenas encontrarán nada sobre el aniversario. Dos o tres artículos, uno espléndido de Hernando Calleja y otro, muy bueno también, de Pablo Zavala Saro, publicado en El Adelantado de Segovia. Yo no he visto mucho más.

Bien, no deja de ser explicable, por más injusto que sea. Calvo-Sotelo fue presidente en una España en la que no existían ni internet ni los teléfonos móviles. Para los españoles de hoy, eso es el auriñaciense. Una España que estaba sin armar, con el proceso autonómico a medio empezar. Una España que seguía fuera de Europa, llamando lastimeramente a las puertas de lo que entonces se llamaba “mercado común”. Una España que estaba invadida por su propio ejército, como venía ocurriendo desde 1939. Y una España –quizá sea esto lo más sorprendente de todo– en la cual los políticos tenían estudios, educación, cortesía, se trataban de usted y con cordialidad; en el Congreso de los Diputados, el número de gañanes, esgarramantas, voceones, payasos, provocadores y chulos de sirla y esquina era reducido, y quienes tenían esa condición procuraban disimularlo. No presumían de ello, todo lo contrario. Aquella España sería irreconocible para los jóvenes de hoy. Y el Congreso, no digamos.

Pero hay una cosa que quisiera dejar muy clara: la España de hoy, con todos sus defectos y todas sus virtudes, sería sencillamente imposible sin aquellos 21 meses. Sin la tremenda, decisiva presidencia de Leopoldo Calvo-Sotelo

Han pasado 42 años desde el golpe de restado del 23-F. Cuando llega el aniversario siguen apareciendo artículos en prensa, cada vez menos, y algunos minutos en televisión. Aquella vergüenza produjo, entre otras cosas, un libro colosal (Anatomía de un instante, de Javier Cercas) y una buena película, 23-F, en la que el papel de Leopoldo es interpretado por Juan Calot. Un papel secundario. Es curioso, porque lo que aquellos canallas vestidos de militares trataban de evitar era precisamente la investidura de Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno.

Así llegó Leopoldo a la cima de su carrera política. Así comenzaron aquellos 21 meses. En medio de los tiros de unos matones salvapatrias que olían a sobaquina y que pretendían devolver a España no al franquismo, sino al siglo XIX. No fue un buen comienzo.

Pero Leopoldo era mucho Leopoldo y eso se vería pronto. La Justicia militar de entonces, acojonada por el “prestigio” de alguno de los acusados –Miláns, Armada– y por el apoyo que indudablemente tuvo la intentona entre muchísimos militares, impuso a los reos penas de tal suavidad que la sentencia parecía redactada por sus amorosas madres. Y Leopoldo, aquel señor alto, calvo y con gafas de pasta; aquel político conservador más bien callado al que llamaban “presidente de milagro”, tuvo los santos… congojos de recurrir aquella sentencia. La llevó ante la justicia civil. Y ahí las penas de cárcel llegaron a la cuantía que tenían que llegar.

Eso pudo costarle la vida, literalmente. O la presidencia. U otro golpe de Estado, que las cosas estaban muy calentitas. Pero lo hizo. ¿Por qué? ¿Porque era un héroe, el amigo del capitán Trueno, como llamaban los periodistas a su antecesor, Suárez? No. No era un héroe. Pero Leopoldo era un demócrata de los pies a la cabeza. Por eso lo hizo. Porque había que hacerlo, porque era de justicia, porque no podía echar sobre la débil democracia española la vergüenza de no recurrir aquella sentencia indigna. Eso habría dejado al sistema democrático con poliomielitis para muchas décadas. Lo habría convertido en inverosímil, en inviable.

Leopoldo hizo aquella machada y la remató con otra más: meter a España en la OTAN. Fue él, no Felipe González. Aquella decisión sigue siendo discutida hoy por alguna izquierda titiritera y por los indepes. En las manifestaciones callejeras se sigue coreando el viejísimo eslogan: “OTAN no, bases fuera”, que viene a ser lo mismo que si cantasen el De profundis clamavi ad te, Domine: no tiene el menor contacto con la realidad. Gracias a aquella entrada en la OTAN, el ejército español cambió para siempre, se integró en la estructura defensiva occidental, dejó de ser el ocupante de su propio país y los viejos y nuevos espadones, los candidatos a salvar la patria a la menor oportunidad, fueron definitivamente barridos. Se acabó aquella expresión temerosa, la del “ruido de sables”. Los militares se pusieron a las órdenes del poder civil. Eso fue lo que hizo el providencial Leopoldo Calvo-Sotelo.

A él le tocó enfrentarse con lo más parecido que ha vivido España a la pandemia de la covid-19: el famoso “síndrome tóxico” provocado por la venta para consumo humano de aceite industrial. Murieron alrededor de 1.100 personas en un goteo espeluznante. Es verdad que la pandemia del coronavirus se llevó a 120.000, pero en 1981 era la primera vez que nuestro país veía aquello y estábamos todos aterrorizados. Ningún gobierno anterior ni posterior, hasta el actual, había tenido que enfrentarse a algo así.

Leopoldo, el católico y conservador Leopoldo, padre de ocho hijos y creyente sincero, fue quien hizo aprobar en España la ley del Divorcio, algo que hoy es perfectamente natural en nuestro país pero que, en el Congreso de los Diputados, tuvo 128 votos en contra, todos tutelados por la Iglesia católica de entonces, que tampoco era la misma que la de ahora, menos mal. Algo que solo era pecado para unos cuantos dejó de ser delito para todo el mundo. Leopoldo fue quien puso en marcha la armonización del proceso autonómico, la famosa LOAPA que tanto molestó siempre a los nacionalistas, y en aquellos 21 meses se aprobaron once estatutos de autonomía.

Leopoldo fue quien eliminó el aguilucho franquista de la bandera nacional, símbolo poderosísimo que hoy solo usa la extrema derecha. Leopoldo firmó un gran acuerdo para el empleo con las centrales sindicales, a las que, como es comprensible, no les caía bien; pero lo firmó. Y mantuvo un contacto constante e incesante, aun en los momentos más difíciles, con el jefe de la oposición, Felipe González, a quien no insultó ni una sola vez en su vida, ni fue tampoco insultado por él. Lo mismo, lo mismito que vemos ahora, ¿verdad? Esa es la diferencia que hay entre ser un hombre de Estado, como eran ambos, y un girifalte de partido, como vemos hoy.

Leopoldo firmó un gran acuerdo para el empleo con las centrales sindicales, a las que, como es comprensible, no les caía bien; pero lo firmó

Leopoldo fue un imponente, poderosísimo intelectual: ahí están sus libros y los libros que sobre él se han escrito, como Leopoldo Calvo-Sotelo, un retrato intelectual, publicado por su hijo Pedro en ed. Marcial Pons (2011). Su apasionante conversación podía durar horas, casi siempre de noche. Fue el primer presidente del Gobierno español que hablaba idiomas (Suárez no salía de España porque no entendía lo que le decían), que no se ponía nervioso ante una partitura de Mozart o de Bach en el piano blanco de su casa y, esto sobre todo, que escribía extraordinariamente.

Eso es lo único que yo le reprocho hoy, caramba. Que la ingeniería, los hidrocarburos y la puñetera política casi agostasen al mejor escritor y poeta satírico que ha dado nuestro país al menos desde Agustín de Foxá. Era prodigioso cuando se sentaba a escribir. Sus libros de memorias, sobre todo el primero (Memoria viva de la Transición, Plaza y Janés), son una absoluta joya con la que no pueden compararse las memorias de ningún otro político español del último siglo, por su contenido, su belleza estilística y su tremendo sentido del humor. Su poesía satírica y amorosa, recogida en otro tesoro (Poesía en la tangente, ed. Sial, 2022) es sencillamente insuperable.

Pero hay algo más importante que todo esto: era un buen hombre. Una buena persona. Un caballero. Un grandísimo demócrata y un grandísimo español.

Quince años hace desde que se fue. Al menos no ha tenido que ver cómo un ministro del gobierno de España y una presidenta autonómica llegan prácticamente a la reyerta de callejón por ver quién se sube a la tribuna para ver el desfilito. Eso no cabía en la cabeza de Leopoldo Calvo-Sotelo, el presidente más injustamente olvidado de nuestra historia. Ay, su hubiese hoy en la derecha dos o tres como él. Pero no hay ninguno. Para nuestra desgracia.

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