Este 9 de noviembre fue el aniversario de la caída del muro de Berlín en 1989, que simbolizó la separación de una ciudad, de un país y de todo el mundo a causa de la Guerra Fría. La batalla cultural más relevante del siglo XX se libró entre dos concepciones antagónicas del poder y, por tanto, de la vida de las personas, que se saldó con la rotunda victoria del liberalismo sobre el comunismo.
Si esa victoria real, moral e intelectual tuvo lugar hace 32 años, ¿cómo es posible que la hegemonía cultural en las democracias occidentales sea de izquierdas? Puede argumentarse que el éxito se circunscribió al libre mercado enviando al ostracismo social a aquellas opciones políticas que pretendían sustituirlo por una economía planificada. Sin embargo, se abandonó el terreno social, cultural y moral desde el liberalismo ideológico en todas sus acepciones. Las nuevas generaciones tras la caída del Muro nos criamos en un entorno de pensamiento progresista cuyos intelectuales y activistas ocupaban la escuela, la Universidad, los medios de comunicación y el mundo artístico, tanto de forma directa o bien a través de su influencia.
El mismo año de la caída del muro de Berlín, Judith Shklar publicó su fantástico libro El liberalismo del miedo que recoge una concepción del liberalismo abierta a los matices de todo su arco ideológico al estar construida en oposición al abuso del poder político, las injusticias y arbitrariedades que provoca sobre los individuos, especialmente los más débiles. De familia judía nacida en Letonia, emigró a EE.UU. huyendo de las invasiones soviética y de la Alemania nazi, por lo que desarrolló un fundado rechazo y temor al poder estatal y defendió su limitación como forma de protección del ser humano. Reivindica la libertad individual como herramienta fundamental para oponerse a la tiranía estatal, “la libertad frente al abuso de poder y la intimidación de los indefensos”.
La separación entre la esfera pública y privada, por la que abogaba Shklar como forma de evitar que el Estado intervenga en aspectos morales sobre la vida privada, vemos desde hace tiempo cómo se difumina
Tras la caída del muro de Berlín, la tiranía del poder del estado se ha transformado a otra forma más sofisticada, menos violenta, pero igual de invasiva y arrolladora de los derechos fundamentales. La separación entre la esfera pública y privada, por la que tanto abogaba Shklar como forma de proteger que el Estado no intervenga en aspectos morales sobre la vida privada, vemos desde hace tiempo cómo se difumina. En las democracias cada vez más debilitadas, esa línea fluctuante entre lo público y privado que señalaba la pensadora no viene determinada desde el poder estatal, sino desde las instituciones y sectores donde se ha dado la batalla cultural y existe una hegemonía progresista, como las Universidades o los medios.
Quien controla la moralidad de una sociedad y decide qué es lo correcto es quien ejerce realmente un poder absoluto en la era de las debilitadas democracias liberales, caracterizadas precisamente por un poder limitado. No es la fuerza sino el control del pensamiento a través de la cultura, que es el marco mental en el que se desarrollan todos nuestros juicios e ideas, lo que constituye el verdadero sistema de poder. La lengua es ahí el instrumento más poderoso, de ahí la batalla del catalán, el gallego, el vasco y el ¡bable!
Todos estos movimientos totalitarios no habrían tenido opción de desarrollarse de no haber existido previamente ese colchón de hegemonía impune de la izquierda
La base de identidad excluyente de la izquierda, su superioridad moral, ha ido evolucionando en EE.UU. hasta convertirse en la izquierda woke, (despierta, consciente de los agravios sufridos por identidades). Apoya el Black Lives Matter, el movimiento trans, que se eliminen los fondos para la Policía, un feminismo victimista, identitario que considera un agresor a cualquier hombre heterosexual… Todos estos movimientos totalitarios no habrían tenido opción de desarrollarse de no haber existido previamente ese colchón de hegemonía impune de la izquierda. Pues todo lo que defendía la misma era asumido como correcto.
En realidad, ser de izquierdas nunca significó ser buena persona, ni comprometido con la igualdad, ni la justicia social para los desfavorecidos, sino querer ser superior a otros decidiendo qué es el bien y el mal sin sufrir las consecuencias.
Muchos identifican al wokismo, (su carácter negativo ha eliminado el sustantivo “izquierda” de la expresión) con la nueva religión de nuestro tiempo. Pero sólo es similar al fanatismo integrista, no a la religión de verdad con valores como la compasión, la tolerancia o el perdón, en el caso de la religión cristiana, a la que detestan estos movimientos a diferencia de la musulmana.
Si aplicásemos los principios que defiende Shklar en El liberalismo del miedo, la lucha por la libertad no está hoy en día sólo frente a los abusos del poder político institucional, sino frente a la hegemonía cultural del progresismo que es quien organiza cazas de brujas condenando a una muerte civil a todo el que no se arrodille (literalmente) ante sus postulados, no ha sido desde el poder político institucional, sino cultural donde la hegemonía indiscutible corresponde desde hace décadas a la izquierda.