Opinión

Lingua progressionis Hispaniae (XI)

El eurocentrismo es palabra que se ha convertido en un improperio. Los españoles tenemos fama de usar insultos gruesos si los comparamos con los usados en otros países. Entre los alemanes, por ejemplo, decir “chúpame el culo” es el c

  • Museo del Prado de Madrid/ Juan Barbosa / Europa Press

El eurocentrismo es palabra que se ha convertido en un improperio. Los españoles tenemos fama de usar insultos gruesos si los comparamos con los usados en otros países. Entre los alemanes, por ejemplo, decir “chúpame el culo” es el colmo de la inverecundia y, entre nosotros, casi parece un arrumaco.

Quizás el hecho de ser conscientes de nuestra desmesura, es lo que nos está llevando a dulcificar el lenguaje y sobre todo a mitigar la malsonancia. Es por eso que hoy, entre quienes componen el público progre, transversal y empoderado se dicen unos a otros:

- ¡Eurocéntrico, que eres un eurocéntrico!

Con lo que se le quiere calificar como “colonialista” y “extractivista”, descalificaciones más pensadas para embestir que para comunicarse decentemente.

Por eso, quien no desea ser tildado con estas groserías modernas evita acudir al Museo del Prado porque ha sido elevado a la categoría de “catedral del eurocentrismo” con sus cuadros de Velázquez, de Goya, de Rubens, todos ellos símbolos de la “blanquitud”, otro insulto que nos suelen lanzar los indigenistas y los racializados.

Allá ellos con sus penas que bastante desgracia tuvieron con nacer en Francia ¿hay algún país más colonialista y extirpador de identidades?, y no en las entrañas de las dunas saharianas

¡Pobres de nosotros que ni somos agentes migrantes ni nos embelesamos ante un botijo hecho con un barro único de un zoco de Mauritania!

Grave riesgo corre quien acude a un templo catedralicio, pongamos el de León, porque hay en él ponzoña de la peor especie, ponzoña de la masculinidad clerical y antifeminista, al ser todo él un espacio supremacista y sin identidades no binarias.

Se verá que lo negro se convierte, en este contexto, en lo guay, en el color de la apoteosis de la diversidad cultural, de la audacia creativa, esa que arde y se consume en jugos estéticos.

Todo esto me parece bien, preciso es respetar a los habitantes del planeta y si Manet o Monet fueron hombres y blancos, allá ellos con sus penas que bastante desgracia tuvieron con nacer en Francia ¿hay algún país más colonialista y extirpador de identidades?, y no en las entrañas de las dunas saharianas.

Lo raro, empero, es que conviva esta moda con la otra tan extendida del “blanqueamiento”.

Antes, el blanqueo solo se aplicaba a las paredes y todos quedábamos – y quedamos- maravillados al viajar por Andalucía que es región donde restallan los blancos de sus casas haciéndolas vivas y plenas, con esos patios que son como el pie que el Cielo pone en la Tierra. De estos hábitos del blanqueamiento surgen ciudades lozanas, convincentes y ventiladas.

El trapicheo de las mascarillas

Por contra, en nuestros días, el blanqueo es del dinero que sirve, como dice la RAE, para “ajustar a legalidad fiscal el dinero negro”.

Es decir, el dinero que proviene del trapicheo de las mascarillas, del trasiego aeroportuario de maletas, de los rescates de empresas …

Esta interminable estafa que, como diría Quevedo, hace que toda España esté “en un tris y a pique de dar un tras”, es la que recibe el púdico nombre de “blanqueo” para no llamarlo trapaza, mohatra o artimaña que son palabras rotundas.

De manera que en la cultura, lo negro; en la pasta, lo blanco. Colores expresivamente matrimoniados.

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