Ahora que se anulan las restricciones impuestas como salvaguardia contra la pandemia y que terminan las vacaciones parlamentarias, el inicio del segundo periodo de sesiones del Congreso con sus sesiones de control al Gobierno ha permitido observar que persisten los malos hábitos y la mala educación, sin que la advertencia de la presidenta, Meritxel Batet, de que se abandonen los insultos y las ofensas, haya producido efecto alguno. Cuestión distinta es la sorpresa de que, con todo lo que hemos tenido que oír en particular de los grupos nacionalistas que apoyan al Ejecutivo, la admonición se haya producido sólo a raíz de que un diputado de Vox tildara de “bruja” a una parlamentaria del PSOE. ¿Emprenderá alguien la tarea de releer el Diario de Sesiones de esta legislatura para detectar insultos y ofensas de mucha mayor gravedad?
Todas estas advertencias inútiles no pueden ocultar que la presidenta Batet esté haciendo dejación de sus funciones cuando debería, conforme le faculta el artículo 70.3 del Reglamento de la Cámara, llamar a la cuestión al orador “siempre que estuviere fuera de ella, ya por digresiones extrañas al punto de que se trate, ya por volver sobre lo que estuviere discutido o votado”, según preceptúa el artículo 102.1 de la citada norma. Sorprende además que el epíteto “bruja” haya tenido los efectos fulminantes de los que han carecido otros, mucho más graves y ofensivos, dirigidos a las instituciones democráticas y a las personas que las encarnan sin haber merecido el más leve mohín de disconformidad, no digamos de reproche, por parte de quien ahora se ha sentido obligada a reaccionar.
Volviendo a los Plenos del Congreso y, en particular, a las sesiones de control al Gobierno, parece que mejorarían si se ensayara su prohibición al menos temporal. Porque los oradores parecen enviciados buscando provocarlos y, sabedores de que la claque siempre se solaza en las vilezas y que cuanto más denigrantes son más entusiasman a los palmeros, ceden a la tentación de prodigarse en el fango. “Al final uno se vuelve adicto al aplauso”, según David Bustamante ha reconocido en sus conversaciones a la contra aparecidas en la última página del diario El País. Esa adicción está diagnosticada como una enfermedad profesional que afecta a los actores y a los políticos, pero desborda el perímetro de quienes se suben a las tablas. La percepción del aplauso en vivo y en directo viene a ser para los profesionales del show business heroína en vena. Y puede comprenderse a Hemingway cuando decía que hubiera cambiado el premio Nobel de literatura por dar una vuelta al ruedo en la plaza de Las Ventas a paso lento, con el capote a rastras, saludando montera en mano. Nada hay comparable para un cantante, para un actor o para un diputado, como un concierto, una representación teatral o un Pleno del Congreso porque es precisamente ahí en esos ámbitos donde se produce la interacción física con el público, imposible cuando están por medio las tecnologías con la ilusión fatua de eliminar las distancias.
Tal vez la supresión de los aplausos supondría eliminar incentivos para la espiral degenerativa de una competición penosa entre los grupos parlamentarios como la que ahora nos brindan empeñados en prorrogar la duración y en aumentar los decibelios para superar al adversario. De modo que, siguiendo la huella de los palmeros, confirmamos en cada Pleno aquello de “por sus aplausos los conoceréis”. Continuará.