La extraña alarma del móvil interrumpió antier mi duermevela antes de amanecer anunciando, en caracteres de un rojo intenso, la mala nueva de un terremoto, y hasta dando precisas instrucciones de lo que había que hacer para escapar a su malfario: ante todo no olvidar los zapatos, ampararse bajo estructuras consistentes, estar atentos a las eventuales réplicas, almacenar víveres y medicamentos imprescindibles… ¡Lo que faltaba! Por deformación profesional, nada más recuperarme del sobresalto, fui a mi biblioteca buscando a tientas tantos testimonios como en ella conservo sobre el seísmo de Lisboa que los portugueses, sin que por una vez pueda reprochárseles la hipérbole, sostienen que fue el mayor registrado en la historia del planeta. Allí estaban silenciosos, en efecto, Voltaire, Rousseau o el propio Kant porfiando en torno a la imposible teodicea, además de los testimonios de la época, como el de mi paisano el vicario Jacobo del Barco, adelantando la memorable crónica de Oliveira Martins. Como no estaba para mayores trotes renuncié a los maestros como Pope o Leibnitz --que crucificados en la polémica, no han logrado levantar cabeza desde entonces-- para perderme enseguida en la hazaña legendaria del marqués de Pombal, el reconstructor de Lisboa a quien Saramago atribuyó alguna vez nada menos que la invención de la saudade. Y, como comprenderán, no pude ya conciliar el sueño.
Diezmó la población de Cádiz
A los usuarios de la Costa de la Luz hace años que los sabios vienen acongojonándonos con el aviso de una previsible repetición de aquella tragedia que echó abajo buena parte del caserío sevillano y onubense, diezmó la población de Cádiz, derribó las viejas torres por doquier y arrasó los campos, hecatombes tremendas todas ellas aunque benignas si se las compara con la debacle lisboeta que los historiadores lusos aseguran que no fue breve sino que duró los cinco años que convirtieron la hermosa y melancólica ciudad en el solar que permitiría a Pombal su egregia obra tanto como como su imponente negocio.
En fin, habrá que armarse de valor y volver en septiembre a ese mar portentoso, con sus brisas apacibles, el vuelo lento de las estridentes gaviotas, los ocasos inigualables
En fin, habrá que armarse de valor y volver en septiembre a ese mar portentoso, con sus brisas apacibles, el vuelo lento de las estridentes gaviotas, los ocasos inigualables y, todo hay que decirlo, también con la amenaza de los sabios rondando nuestro nublado instinto de conservación. Que viene a ser lo mismo, más o menos, que el que permitió a Voltaire escribir esa suprema e irónica epopeya que es su historia de Cándido. ¡Todo menos arrugarse frente a la amenaza de ese Mal que, con Pangloss o sin él, ya no resulta siquiera posible racionalizar!
Las temidas réplicas
¿Ven cómo todo lo malo puede empeorar? Vistas las cosas desde Andalucía, al menos, seguro que, desde hace tres días, debe de haber más de uno y más de dos paisanos distraídos, por fin, de los trajines que se traen entre manos los incansables de la koldosfera, aunque sea con el gesto japonés de acechar las temidas réplicas del seísmo. Antes de ducharme para afrontar el día tropiezo con las Carta eruditas y curiosas del padre Feijoo en una de las cuales escucho musitar al fraile que el ser humano “no es una criatura capaz de explicar y prever lo que acontece”. Y tanto, Padre, y tanto.