Y uno se sienta, como Dirk Bogarde en la telúrica 'Muerte en Venecia', sintiendo el tinte hipócrita correrle por la cara, tinte ideológico que pretende burlar el paso del tiempo manteniendo viejos espectros que ya no existen. La vida se desliza, monótona y fugaz, ante nuestros ojos de viejos decrépitos sin fuerzas, que lagrimean de nostalgia, pues quisiéramos que nunca se acabara ese momento amargo en el que contemplamos lo que pudo haber sido y lo que acabó siendo.
Es el precio que pagamos por haber vivido consintiendo tanto a tantos, el acabar varados en una hamaca desvencijada, sabiéndonos condenados a morir sumidos en el ridículo de quien pretendió serlo todo no llegando nunca a nada. Ahora la época se venga en nosotros, audaces idiotas, soberbios ignorantes, y el joven que se baña delante de nuestra envidiosa mirada es cruel, despótico, es nuestro propio verdugo. Ese arquetipo fabricado durante años con mentiras no ha acabado por ser David o un Apolo; es un gólem, un monstruo que destroza por igual a profesionales de la información que a caminantes, rompiéndolo todo a su torpe paso, imparable y funesto.
El monstruo devora a quien lo crea, siempre. De ahí que ese joven paradigma de lo egoísta esté destinado a devorarlo todo
Ya no sabríamos cómo detenerlo, porque incluso en su horrible condición nos fascina verlo. Es la mórbida atracción por el hijo arrogante y despótico que creó nuestra generación, un ser imbuido de tal superioridad que se creyó incluso con la potestad de asesinar a sus propios creadores. ¿No sucede siempre así? El monstruo devora a quien lo crea, siempre. De ahí que ese joven paradigma de lo egoísta esté destinado a devorarlo todo, instituciones, escuelas, domicilios particulares, charlas de amigos e incluso lechos de pasión. Nada escapa a su ojo inquisidor.
Somos complacientes con la juventud y tendemos a atribuirle todo lo bueno, mientras que los viejos quedan para la burla, el escarnio, el ridículo, la crítica o, cuando no, para ser ocultados a la vista de la sociedad que no tolera la arruga producida por décadas de pensamiento. El populacho desea contemplar la línea definida y tan perfecta como diabólica del músculo terso, esa moderna encarnación del canto de las sirenas que buscara la perdición de Ulises. Es la estética, la imagen, lo que contemplamos y no lo que pensamos o reflexionamos lo que cuenta en nuestra playa otoñal y neblinosa.
Cataluña es esa arena fina, que se deshace entre nuestros dedos, plagada de jóvenes retoños que pertenecen a un imaginario de dureza, de superioridad, de arrogancia, de desprecio, de falsa sapiencia. Son quienes nunca tienen suficiente a pesar de tenerlo todo, los que exigen el máximo sin haber dado nunca el mínimo, los que se manifiestan angustiosamente hartos sin haber probado jamás nada. Son nuestros sucesores, los que, hijos de esa mendaz concepción de la vida dividida entre buenos y malos, blancos y negros, sombras y luces, no supieron captar los infinitos matices del mundo bitonal que les habíamos legado en la estúpida confianza de que tenía que ser un paraíso ideal.
Así es la playa llamada Cataluña en este tiempo en el que demandar orden es llamado fascismo y desear la paz social se apostrofa como cobardía
Y ahora vemos como todo se desmorona en medio de una ordalía de estupidez con una carencia absoluta de respeto apuntalada en los instintos más primarios, que no conocen ni desean freno alguno. Así es la playa llamada Cataluña en este tiempo en el que demandar orden es llamado fascismo y desear la paz social se apostrofa como cobardía, reaccionario, o, peor aún, estéril. Los viejos, e incluso los jóvenes que lo son sin apercibirse de ello, no podemos ir más allá del lugar en el que rompen las olas de un mar indefinible, porque no sabemos qué hay debajo de él.
Deberán ser otros quienes acaben con esta decadencia, con este quietismo, con las quimeras de los que en maldita la hora apostamos porque este era un pueblo con criterios morales. Mientras esto llegue, lo único que nos queda es reclinarnos más en la hamaca, dejar que la gota del tinte marque nuestro rostro como si fuese la marca de Caín e ir cerrando los ojos dulcemente escuchando el adagio de la 'Quinta de Mahler'.
Incluso cuando sucumben los pueblos, debe mantenerse la elegancia.