Tenemos una tendencia cobarde cuando se trata de reconocer nuestros yerros, nuestras flaquezas. La culpa siempre es de algo externo a nuestra personalidad que, débil, cede a la tentación. Fausto culpó a Mefistófeles de sus rijosos deseos, aduciendo que no hay quien pueda resistirse al Príncipe de las Tinieblas. Lo mismo dijo Caín, achacando el horrible crimen perpetrado contra su hermano en una simple y banal fumarola. El ser humano busca el atenuante, el motivo, la dispensa.
En esta sociedad hedonista de marca blanca, integrada por personas de porexpán y regida por catetos con coche oficial, en la que el escupitajo se admite como argumento y el chirri funciona cual vía de ascenso, nadie presta atención a estudiar en qué consiste el mal de nuestra época, puesto que cada una lo posee. No es que en estos tormentosos tiempos el mal haya desaparecido, al contrario, lo que sucede es que nadie se interesa por él, salvo para practicarlo. Se ha cumplido la profecía de Sartre: es tan común lo malvado, tan cotidiano, que nos hemos aburrido del mismo a fuerza de convivir a su lado. Cenamos frente a un televisor que vomita imágenes de cadáveres, de niños escuálidos, de desastres, siguiendo el ritmo de masticación con una indiferencia rayana en lo olímpico. La indiferencia también es el mal.
Por lo tanto, hemos llegado a la democratización de lo malvado. Cualquier imbécil puede pactar con el Diablo porque ya no es preciso ser sabio para aceptar a la maldad como muleta para transitar por la vida. Las tres adolescentes del metro madrileño que increpaban a una pareja de inmigrantes, diciéndoles que les iban a arrancar la cabeza y que eran unos hijos de puta, son el mal, sí, pero un mal de mercadillo, de tres bragas a un euro, el mal sin categoría intelectual, puro vómito de marginadas de descampado con bloques de pisos y crepúsculo carmesí como telón de fondo. El mal al alcance de todos.
El mal somos todos los que quisimos creer que este sistema podía funcionar, porque caímos en la vieja trampa panglosiana, pensando que el ser humano es intrínsicamente bueno cuando en realidad es todo lo contrario
Hay otro mal, que es el que ejercen personas como Botín, destilado en retortas antiquísimas, las del poder, y que goza a ojos de muchos una sutileza superior, un grado de sofisticación que denota inteligencia, clase, ingenio. Nada más lejos de la verdad. Entre las del metro y la del banco solo media el artificio del lenguaje, de la indumentaria, de esa denominada buena educación de élite que se imparte en selectísimos centros ingleses o suizos. Pero el trasfondo, ese “te voy a arrancar la cabeza”, sigue siendo el mismo. Nada. Es infinitamente más honesto el sirlazo en una esquina a oscuras que el lock out injusto, el ¡manos arriba! que la OPA y el “paga o destrozamos tu comercio” que el “quiero aconsejarte acerca de tus alianzas políticas”. Todo es el mismo mal de baja estofa, de garduña, mal de vecina envidiosa que destroza nuestro buzón y nuestras cartas porque no soporta que tú sepas quién fue Cioran y lo cites de memoria mientras ella apenas consigue escribir una felicitación de navidad y solo lee los libros de Belén Esteban, y gracias. El malvado siempre es ágrafo, espiritualmente hablando.
Luego está el mal que te inhibe, que te acobarda, que nos hace mirar hacia otro lado cuando presenciamos un atropello, un delito. Es el mal de la masa que vota a malvados profesionales, es el mal colectivo que nos impide reaccionar ante la injusticia, el desorden, el crimen sancionado por las autoridades. Es un mal mucho más terrible que cualquier otro, porque la injusticia se apoya firmemente en él. No podría existir de otro modo.
El mal es usted, el mal soy yo, el mal somos todos los que quisimos creer que este sistema podía funcionar, porque caímos en la vieja trampa panglosiana, pensando que el ser humano es intrínsicamente bueno cuando en realidad es todo lo contrario. Y porque el mal somos todos, el mal nos gobierna. No podía ser de otra manera. Nosotros, por activa o por pasiva, lo hemos tolerado y ahora debemos afrontar un terrible dolor.
Aunque como dijo el poeta, el dolor no sea el mal. Pero, recordando a otro vate, el mal cansa. Muchísimo.