Dijo Miguel de Unamuno que a veces, el silencio es la peor mentira. Y el domingo ocho de octubre la ley del silencio, es decir, la mentira que duraba 36 años saltó por los aires. Cientos de miles de personas (900.000 según los convocantes y 350.000 según la Guardia Urbana de Barcelona) tomaron pacíficamente las calles de la capital catalana. No fueron los partidos ni los políticos los promotores de este hito, fue la sociedad civil, que en España andaba desaparecida, la catalizadora de la mayor manifestación espontánea que jamás haya visto nuestra destartalada democracia. Algo inimaginable hasta el domingo.
Una manifestación exitosa… y expropiada
Pocos políticos manifestaron con antelación su apoyo a la convocatoria. Al contrario, se dedicaron a mirar por el rabillo del ojo, pendientes de las adhesiones y expectativas. Vistos los antecedentes de días anteriores, donde las respuestas espontáneas al desafío secesionista se habían sucedido, sabían que cualquier cosa era posible, y que tal vez la manifestación fuera un acierto, pero no las tenían todas consigo. Así que esperaron y esperaron, hasta que se convencieron de que el éxito estaba asegurado. Fue entonces cuando decidieron, no sólo salir en la foto, sino erigirse en protagonistas.
Llegó el gran día, y ahí estaban ellos, los mismos que habían alimentado al monstruo nacionalista durante décadas, y ahora se resistían a domeñarlo, haciendo suya la iniciativa
Dicho y hecho. Llegó el gran día, y ahí estaban ellos, los mismos que habían alimentado al monstruo nacionalista durante décadas, y ahora se resistían a domeñarlo, haciendo suya la iniciativa de una sociedad, no sólo cabreada con los sediciosos, sino indignada con la falta de coraje de los partidos… excepto con Ciudadanos, que desde el principio respaldó la convocatoria.
Borrell, el héroe
De entre tanto oportunista, surgió un héroe, Josep Borrell Fontelles. Un socialista de la vieja guardia dispuesto a sacar al régimen de partidos del hoyo en el que solito se ha metido. A la derecha, desacreditada por la corrupción y atenazada por la cobardía, no le pareció mala idea que un personaje de la izquierda moderada, que además era catalán y expresidente del Parlamento Europeo, fuera quien legitimara el secuestro de la manifa. Era esto o asumir un protagonismo que habría dado al traste con cualquier intento de sacar provecho del acontecimiento.
Borrel, que es un tipo inteligente, y también arrogante, aceptó encantado el protagonismo. Con un discurso moderado y astuto, donde hubo muchas referencias a la democracia, a la tolerancia, al afecto (tradúzcase por diálogo) y, sobre todo, a Europa, pero ni una sola alusión a la unidad de España, se levantó sobre los escombros de la España política como un gran estadista. Incluso tuvo la osadía de reprender a los manifestantes cuando coreaban “Puigdemont a prisión”, comparándolos con las turbas romanas. Porque una cosa es que el común proporcione una manifestación llave en mano, y otra muy distinta que exija que se apliquen las leyes. Ya se sabe que la justicia, si se libera de las ataduras del poder político, tiene la mano muy larga.
Ver a Josep Borrell subir al estrado en Barcelona, dispuesto a tutelar a las masas, fue un 'Déjà vu'
Así, el agonizante régimen del 78, no sólo se apropió de una manifestación exitosa que no era iniciativa suya, sino que colocó en el estrado a un socialista moderado para tutelar al gentío. La receta no era novedosa. Ya en el pasado, el Estado de partidos surgido a la muerte de Franco recurrió al gobierno de Felipe González, es decir, a otro socialista, para legitimarse. Por eso, ver a Josep Borrell subir al estrado en Barcelona, dispuesto a tutelar a las masas, fue un Déjà vu.
El diálogo: un alivio temporal que podría terminar en desastre
Mientras aún resuenan los elogios al discurso de Borrell, prosiguen los frenéticos intentos por conjurar el peligro mediante algún pacto. De lo contrario, no quedaría otra que aplicar el artículo 155, al que habría que dar sustancia. Y dicen, ¡sería la guerra, el fin del mundo! Sin embargo, quizá fuera justo al revés, que se produjera el desastre precisamente por insistir en el apaño.
Fue la expectativa de un acuerdo ventajoso, alternativo a la DUI, lo que incentivó la sedición
Durante décadas, toda presión o chantaje de los nacionalistas se ha saldado con cesiones de los sucesivos gobiernos españoles: más dinero, más competencias, más impunidad y más ceguera ante los atropellos a los ciudadanos. Ha sido precisamente esta dinámica la que nos ha traído hasta la presente crisis secesionista. Ahora, fieles a la tradición, a cambio de no activar la DUI, se ofrece a Puigdemont y a sus amotinados la posibilidad de negociar nuevas ventajas, incluida la independencia de facto para Cataluña; esto es, una Cataluña integrada políticamente en España, pero no de manera real y efectiva, sino solo formalmente.
Sin embargo, este pacto sólo serviría para aplazar la auténtica declaración de independencia. Para los secesionistas, sería un paso más en su irrenunciable viaje hacia esa Ítaca donde corren ríos de leche y miel. Y denunciarían el acuerdo con cualquier excusa cuando les resultara más conveniente. Llevan haciendo lo mismo toda la vida.
Aún es pronto para saber a ciencia cierta si se materializará algún cambalache: los dirigentes catalanes están sometidos a enormes presiones en un sentido y en otro. De lo que podemos estar seguros es que el apaño sería la peor solución a medio y largo plazo. Y no sólo porque liquidaría el Estado de Derecho, dejando impunes delitos de una gravedad extraordinaria; también colocaría a los secesionistas en una posición de mayor fortaleza para alcanzar en el futuro inmediato sus últimos objetivos. De hecho, retrospectivamente, fue la expectativa de un acuerdo ventajoso, alternativo a la DUI, lo que incentivó la sedición.
Están perdidos y lo saben
Los alivios temporales pueden resultar atractivos, porque nos liberan de la angustia del presente. Pero debemos mirar hacia el futuro. De pactos y acuerdos vergonzantes está pavimentado el camino del infierno. Nadie quiere ver soldados por las calles Barcelona, desde luego. Pero es seguro que, a medio plazo, el apaño llevaría a una situación todavía más explosiva que la actual, porque los secesionistas nunca van a enmendarse. Es más, su plan no es sólo la independencia; también extender sus dominios más allá de Cataluña.
Ya sin frenos, intentan por todos los medios trasladar a la opinión pública, nacional e internacional, que revertir la situación convertiría Cataluña en un nuevo Ulster
Es evidente que los secesionistas se precipitaron, que dieron el pistoletazo de salida al ‘Procés’ antes de tiempo por razones diversas, proporcionando al adversario una oportunidad única para liquidar su reinado. Ahora, ya sin frenos, intentan por todos los medios trasladar a la opinión pública, nacional e internacional, que revertir la situación convertiría Cataluña en un nuevo Ulster. En realidad, saben que están perdidos, que ellos mismos han abierto una vía de agua en el acorazado del nacionalismo que amenaza con enviarlos a pique. Por eso, ahora es cuando más fuerte hay que mostrarse. Dejarles que sean ellos quienes se arrojen al abismo, lo que cada hora que pasa parece más probable.
Sea como fuere, la supervivencia de España, o si lo prefieren, de nuestra maltrecha democracia, no se logrará con diálogo -aunque lo llamemos afecto-, gestos hermosos o discursos; sólo se garantizará con la aplicación de las leyes. De otra forma, estaremos incentivando a unos delincuentes que nunca verán en el perdón bondad, sino una debilidad extrema que usarán en su propio beneficio. El nacionalismo es esto. El silencio se ha roto.