Nos hemos fijado mucho estos años en las instituciones. Bueno, digo “nos” por decir algo: en cierta burbuja política y de opinión. Pero sí: discusiones sobre las reformas, sobre el marco institucional, sobre los mecanismos impersonales y los espacios de actuación que delimitan y hacen funcionar nuestros sistemas políticos. De personas hablábamos menos. Unos porque, desde el institucionalismo, juzgábamos anticuado, superado, periclitado y de mal tono considerar el papel de antiguallas espiritistas como la agencia individual o, peor aún, la fibra moral o incluso la formación. Otros, porque manoseando conceptos de brocha gorda como “gente”, “pueblo” o “casta”, cifraban toda la discusión en ser de un partido u otro, de una u otra ideología; y ahí tampoco pintaba nada el individuo y sus incentivos y preferencias, salvo como atrezo.
Pero uno de los aprendizajes, así lo veo, del período, es que es mala idea descartar el factor humano -también, o sobre todo, en lo colectivo- y creer que los sistemas funcionan igual al margen del paisanaje con que los puebles. No se trata de rescatar añejísimos debates históricos sobre la agencia de los grandes hombres frente a la estructura, no va por ahí. Es reconocer, por ejemplo, que las constituciones no son tanto mecanismos generadores de un orden autónomo, sino reflejo de unas coaliciones sociales y unos acuerdos previos, del juego de intereses entre grupos humanos. Y que cuando el juego se altera y los intereses se desalinean, no hay texto legal que detenga la caída.
Lo vemos en España, claro, pero también en Estados Unidos o el Reino Unido, por citar dos casos obvios. Y el hecho de que sean ordenamientos dispares -tanto anglosajones como continentales- refuerza la impresión de estar ante una realidad profunda. Bajo la ficción -no entendida en sentido negativo sino puramente descriptivo: una simulación que no tiene el objeto de engañar sino de transmitir una verdad más amplia- de nuestros sistemas institucionales y legales, laten acuerdos entre élites, coaliciones, grupos sociales. Y muchos “pactos entre caballeros”. Volados por los aires esos pactos en medio de una competencia renovada entre élites, presenciamos el paisaje helado de unos textos legales y unos procedimientos exangües, sin fuerza creadora. Josu de Miguel reflexionaba hace poco sobre el triste panorama de una Constitución sin un sustrato social que la apuntale y dote de sentido, elevada a fetiche de una civilización perdida.
Se puede hacer una reforma o mutación constitucional de facto, sin pasar apenas por el proceso reglado. No queremos verlo, ni menos decirlo: there be dragons
El conflicto de estos días en torno al Tribunal Constitucional, por ejemplo, no se entiende del todo si nos limitamos a hablar de procedimientos y cuestiones empíreas. Parte central del asunto es que los intérpretes de la Constitución recrean, por así decirlo, la Constitución, y en los últimos tiempos estamos viendo que en nuestro ordenamiento, con voluntad -o con paciencia y mucha saliva, como en el chiste- caben muchas más cosas de las que imaginábamos. Que se puede hacer una reforma o mutación constitucional de facto, sin pasar apenas por el proceso reglado. No queremos verlo, ni menos decirlo: there be dragons.
Pero la lista de ficciones que se desvanecen cuando los actores dejan de creer en ellas es amplia. Por ejemplo, que el Consejo de Ministros es uno, colegiado y solidario, cuando hay al menos dos gobiernos, y la permanente y voluntaria exhibición de que así es. O que corresponde al Congreso, por volver a la cuestión judicial, participar de la elección del CGPJ, cuando es un mercadeo entre partidos. O que el Congreso, en fin, es algo al margen de los partidos, y más en estos tiempos en que se ha convertido definitivamente en un simulacro, un órgano de ratificación -siendo generosos- y una productora de cortes de vídeo. O, para que lo entiendan los que perciben las cosas a través del Economist: la revisión de Roe vs. Wade.
Porque, por alzar un poco la vista de nuestro albañal cotidiano, parecen fenómenos, ya lo he escrito, compartidos en muchas viejas naciones; precisamente en la medida en que se vuelven posnacionales. Sin una comunidad real, concreta, sentida y compartida, los sistemas consagrados en papel no valen nada. Nos desayunamos estos días con escándalos de compra de voluntades en la Unión Europea. Lo previsible es que haya más, quizá muchos más. Dinero e intereses externos sobran, y el marco posnacional de valores e incentivos debe de rebajar el precio de los políticos. Hace un porrón de años, un señor llamado Ibn Jaldún hablaba, como clave histórica, de la asabiyya: la solidaridad social, la unidad de sentir y acción, la copertenencia. La “naturaleza de las cosas políticas” es mucho menos mutable que el personal que puebla las instituciones y que nuestras escuálidas opiniones.
Karl
"Cuando un asno es de muchos, los lobos se lo comen.“ ~Juan de Mariana ___ https://es.m.wikipedia.org/wiki/Tragedia_de_los_bienes_comunales Las instituciones son bienes comunes, por lo que sufre de la dicha tragedia.
vallecas
Las instituciones son ladrillos, cemento y metal. Las personas son lo que dan valor a esos edificios.