Para alguien que haya consultado la prensa española del siglo XIX esto no será nuevo. En esos diarios tan libres como magníficos, en la última hoja, en un recuadro muy marcado, aparecían los más pintorescos anuncios. Recuerdo que en uno de ellos se podía leer: “Bálsamo del Dr. Montes. ¿Fiebres? ¿Dolores de la mujer? ¿Traumas musculares? ¿Mareos? Este bálsamo lo cura todo. Avalado por los más prestigiosos científicos europeos”. A veces la vida política nos trae eso mismo: vendedores de enfermedades con soluciones milagrosas.
La evolución de lo que se vino a llamar “nueva política”, allá por el ya lejano 2014, no ha dejado de seguir los derroteros típicos e incluso predecibles en estas situaciones. Vivimos esos primeros días la fase de la denuncia, en la que salieron varias voces que anunciaban, con las siete trompetas del Apocalipsis en ristre, el fin de los tiempos del régimen del 78. Por supuesto, no dudaron en señalar a los culpables.
Podemos y sus fabricantes mediáticos dijeron que los responsables eran la casta, el capitalismo, la “Europa de los mercaderes”, la monarquía, el posfranquismo, y, cómo no, el machismo. Para Ciudadanos era la corrupción, el bipartidismo, la cesión a los nacionalismos, la confusión de poderes, la falta de democracia interna en los partidos, y la profesionalización de la política. Esto lo envolvieron en una jerga pegadiza que creó un nuevo lenguaje como signo del que tiempo naciente.
El victimismo virtuoso de Ciudadanos podría funcionar, incluso, cuando no es necesario asumir responsabilidades de gobierno. Pero no es el caso
La formación de Pablo Iglesias está ya amortizada. Es una fórmula agotada, como muy bien vio Iñigo Errejón, que por eso, entre otras cosas personales, dejó esa formación y emprendió un proyecto de populismo puro. El pablismo está muerto y lo sabe, como demuestra el desapego de sus confluencias y aliados que, como Izquierda Unida, abandonan el barco o planean seguir en solitario.
Ciudadanos, sin embargo, tiene más oportunidades. Los de Albert Rivera optaron por viajar desde la socialdemocracia hasta el liberalismo progresista -que es como ir del salón al cuarto de estar-, siempre en su afán de permanecer en esa situación geométrica que se denomina “centro”.
La maniobra fue inteligente. Supieron enseguida que a la caída de un bipartidismo imperfecto le sigue un pluripartidismo que, en un sistema parlamentario como el español, convierte en ganador a aquel que tiene más probabilidades de estar en más coaliciones distintas, antes y después de las elecciones. Presentarse como el centro, por tanto, es arriesgado pero rentable. Exige ir cambiando el programa, desdecirse, cabalgar contradicciones, no pestañear para seguir las encuestas de opinión, pero compensa.
El centrismo no tiene ideología ni defiende la tecnocracia porque vive de los demás. Esto puede constituir un problema en una situación emocional y no racional como la que vivimos si el electorado no encuentra su utilidad. Es aquí, para evitar ese mal, donde aparecen las dos claves de la retórica centrista: el victimismo y la denuncia de la polarización.
Desde la constitución del gobierno andaluz, y el mal augurio de las encuestas, el discurso de Ciudadanos ha sido victimista. El resto de partidos, especialmente los agentes del bipartidismo, el PP y el PSOE, quieren su mal -dicen los de Rivera-, critican su naturaleza y propósitos, su juventud, el cuidado de la imagen, sus primarias -ya no, ¿verdad?- y el idealismo de sus propuestas.
Dicen que Vox crece gracias a la ‘derechita cobarde’ y el ‘cosmopaletismo’ de Cs. Lo malo de este diagnóstico es que la medicina que ofrecen como solución no lleva prospecto
Esos ataques se deben, afirman los centristas, a que su proyecto quiere cortar de raíz, pero suavemente, los males que aquejan a la patria, que diría Lucas Mallada, otro regeneracionista. Es una dicotomía muy básica de la vida política, incluso en democracia, pero que solo funciona en tiempos con un diapasón más lento, donde no hay elecciones cada cuatro meses porque disfrutan de gobiernos estables. Ese victimismo virtuoso puede funcionar, incluso, cuando no es necesario asumir responsabilidades de gobierno. Pero no es el caso.
A esto le acompaña, como señalé más arriba, la denuncia de la polarización. El centrista debe mostrar que la vida política está polarizada entre dos males, dos focos que no solo no entienden cuál es la buena fórmula, sino cuyas maneras y propuestas enturbian la convivencia. En lo único en que esos extremos -léase: los del “viejo bipartidismo”- se entienden es en el amaño institucional, en taparse los negocios, en impedir la regeneración. De esta manera, el discurso de la crisis del sistema, de los peligros inminentes, no se termina nunca; por lo menos hasta que llegan al poder.
Y es así como se publicita hoy el bálsamo decimonónico del Dr. Montes. Primero se señala la enfermedad, luego la solución, y, por último, el medicamento. Otro tanto ocurre con Vox, por supuesto, que ha señalado a las autonomías, el feminismo supremacista y la inmigración descontrolada como las amenazas a la idea de España que crecen gracias al izquierdismo, la “derechita cobarde” y el “cosmopaletismo” de Ciudadanos. Lo malo de este diagnóstico voxista es que la medicina que ofrecen como solución no lleva prospecto.