La hemeroteca está cargada de una fina ironía que es capaz de causar sonrojo en casi cualquier rostro. Corría 2011 cuando los 117 miembros del clan Echenique-Pasquín se reunieron alrededor de la misma mesa. Los invitó a cenar El Corte Inglés después de que ganaran un concurso que pretendía premiar a una familia modélica en Navidad, momento del año en la que las distancias parecen estirarse más que nunca. Eran 12 hermanos, 20 primos y una enorme tropa de sobrinos que tuvieron que recorrer hasta 7.000 kilómetros para acudir a la cita, según se contó. Entonces, don Isidoro Álvarez estaba el frente de los grandes almacenes y no se había desatado la cruenta guerra que hoy libran sus descendientes, en la que se han organizado emboscadas, se han encargado informes destructivos y han volado y vuelan los puñales. No hay mayor amigo que un hermano. No hay mayor enemigo que un hermano.
Lo que ha ocurrido estos días -en los que se han dado pelos y señales sobre la batalla en la cúpula de la gran compañía de grandes almacenes española- es un pequeño hito, puesto que durante muchos años la prensa se ha dedicado casi exclusivamente a señalar las bondades -que han sido muchas- de El Corte Inglés en anuncios a toda página, reportajes almibarados, campañas televisivas y homilías radiofónicas en las que se advertía al oyente de la inminente de llegada de otra 'semana fantástica' o de las rebajas de enero. Ciertamente, su carácter de empresa 'familiar' y no cotizada ayudó a que los trapos sucios se lavaran en casa, pero también lo hizo esa política de los principales medios de comunicación, consistente en poner la mano, coger el dinero y hacer la vista gorda ante los desmanes del mejor postor.
No hay más que consultar las memorias anuales de la consultora Infoadex para encontrar el porqué del histórico silencio sobre los puntos flacos de El Corte Inglés. Sólo en 2017, la empresa presidida por Dimas Gimeno destinó 89,6 millones de euros a anunciarse en estas empresas. Es decir, 18 millones más que Procter & Gamble, 19,5 millones más que la empresa de automoción que más invirtió (Volkswagen) y 30,8 millones más que un gigante internacional como L'Oreal. Ese año, el Gobierno repartió 70,1 millones de euros en publicidad institucional, es decir, 19,5 millones menos que estos grandes almacenes.
Sería hipócrita -y algunos lo son- reivindicar que los nuevos medios digitales no tienen este tipo de dependencias de las grandes empresas nacionales e internacionales, dado que prácticamente todos beben de las mismas fuentes y todos cuadran sus cuentas y atenúan sus números rojos gracias a estas campañas. Ahora bien, llama la atención que los medios de comunicación tradicionales se reivindiquen como el último bastión periodístico contra las fake news, cuando durante décadas han mantenido conocidas dependencias con los poderes político y económico. Como pocos osaban morder la mano que les daba de comer, ninguno analizaba de forma meticulosa la documentación de El Corte Inglés.
La 'revolucioncita' digital
Uno de los que contribuyó a perpetuar ese modelo, Juan Luis Cebrián, no se cortó durante la última etapa de su presidencia de Prisa en arremeter contra la prensa digital -“los confidenciales”- por las “revolucioncitas” que avivaban contra la editora de El País. La lógica siempre era la misma: somos la referencia y nos atacan porque nos quieren hacer daño. Lo nuevo es peor y menos riguroso. Nosotros somos el periodismo independiente y ellos no. Mientras aireaba estos razonamientos, no se acordaba -o no quería acordarse- de algunos episodios que se produjeron en Prisa durante su gestión. Y no hace falta echar la vista muy atrás para encontrarlos.
Sin ir más lejos, en diciembre de 2014, mientras el Tribunal Supremo deliberaba sobre la guerra del fútbol entre Prisa y Mediapro, El País dedicó un artículo a las supuestas cuentas en paraísos fiscales de Jaume Roures. Desde luego, por la oportunidad, no parece ningún ejemplo de periodismo independiente. Tampoco lo fue la entrevista a toda página al ministro de Deporte catarí en 2015, en la que se omitió cualquier pregunta sobre la supuesta adjudicación fraudulenta del Mundial de fútbol de 2022. Casualmente, por aquel entonces Cebrián negociaba la entrada de un jeque del país arábigo en el capital del grupo. No mucho después, en noviembre de 2015, El País decidió abordar los problemas económicos de The New York Times cuando 'la dama gris' preparaba el lanzamiento de su edición en México, uno de los mercados estratégicos de Prisa. Curiosos ejemplos de que la 'vieja prensa' no está ni mucho menos libre de los defectos que sus editores más lenguaraces atribuyen al mundo digital.
La epifanía de la prensa
Resulta sospechoso que el establishment mediático se diera cuenta en 2016, tras la victoria de Donald Trump, de que existen noticias falsas y de que los medios de comunicación de masas están permanentemente acechados por la mentira. La epifanía les sobrevino a los editores de repente, tras haber encajado muchos goles y tras haber hecho la vista gorda, durante años, con los desmanes de las empresas que pasaba por caja o del Gobierno que prometía algún favor, como puede ser un canal de televisión. Los bulos y las insidias interesadas siempre han existido y se han difundido de forma habitual en la prensa. Incluso antes de la llegada de 'los confidenciales' y de los 'despiadados' hackers rusos.
Los bulos y las insidias interesadas siempre han existido y se han difundido de forma habitual en la prensa. Incluso antes de la llegada de 'los confidenciales' y de los 'despiadados' hackers rusos.
A sabiendas de este hecho, no es dificil deducir que el debate sobre las fake news tiene un cierto componente propagandístico, puesto que los mismos que llaman a confiar en la prensa seria son los que omitieron durante años cualquier mala palabra sobre El Corte Inglés y los que promovieron algo tan anti-periodístico como frecuente en la profesión: cuidar a los amigos y emplear una desmedida beligerancia con los enemigos. La Generalitat paga, pues que vivan las caenas.
Sobre este tema, resultaron especialmente interesantes las reflexiones que realizó esta semana en Madrid la co-fundadora del proyecto WikiTribune, Orit Kopel, que expresó su convicción de que los ciudadanos son actualmente más permeables a estos bulos que hace unos años porque han perdido la confianza en los medios de comunicación tradicionales, a los que consideran sesgados. Ciertamente, la enorme capacidad de difusión de plataformas como Facebook y Twitter ha provocado que las intoxicaciones y los infundios circulen a una mayor velocidad, y en un mayor caudal, que hace unos años, lo que supone un problema y ha contribuido a “degradar el clima político” y el “debate democrático”, según sostuvo el director de El País, Antonio Caño.
Sin embargo, los medios que se han puesto a la cabeza de la lucha contra las fake news yerran en el diagnóstico (nosotros no hemos sido) y en las soluciones que proponen (nosotros). Y, en parte, lo hacen de forma interesada. Los ciudadanos saben que ni están libres de polvo y paja, ni quieren, ni probablemente pueden estarlo. Por tanto, reivindicarse sin autocrítica y sin ofrecer signos de cambio es una boutade. Tampoco creo que sean efectivos los intentos de las autoridades de todo el mundo por atajar el problema, puesto que tratar de evitar la proliferación de bulos en internet poco menos que equivale a intentar poner puertas al campo. En cualquier caso, el debate sobre los efectos de la intoxicación mediática en la sociedad de la información siempre es sano.
Dicho esto, resulta naíf pensar que el poder político va a realizar un esfuerzo para atajar esta “plaga moderna” -así la define el Parlamento Europeo- cuando ha sido tradicionalmente el gran difusor de bulos y el principal beneficiado de su publicación, junto con las grandes empresas y los grupos de presión. Quizá su objetivo en esta guerra sea otro y, sobre eso, desde luego, es mejor no especular.